Por Fernando Iglesias Periodista. Especial para Los Andes
Supuesta encarnación de la patria y los trabajadores, el peronismo se ha transformado en un régimen de lúmpenes para lúmpenes. Un gobierno de oportunistas desclasados cuyo binomio presidencial lo dice todo sin necesidad de hablar. Abogadas exitosas que se enriquecieron sin haber ejercido jamás la profesión y cuyo título oficial es otra de las asignaturas pendientes. Aventureros procesados por truchar documentos para quedarse con el auto de la mujer. Líderes políticos que acarician cajas fuertes y se declaran en éxtasis. Personajes dignos de un film de Tarantino.
La lumpenización impulsada por el peronismo kirchnerista no ha consistido sólo en la reducción a condiciones de servidumbre de un tercio de la población nacional, que carece de trabajo y de futuro desde hace tres generaciones, sino en el reemplazo de las dirigencias políticas y económicas del país por contingentes de gángsters y desclasados favorecidos por la complicidad con el poder, por el desarrollo de actividades improductivas como el juego, y por leyes aberrantes como la del blanqueo de capitales, que ya va por su tercera prórroga.
El menú viene aderezado con el habitual abuso del término solidaridad y de enunciados esotéricos pero edificantes como “La Patria es el otro”. Pero es la realidad la que es otra, y la vida en la Argentina se parece cada vez más a una batalla de todos contra todos, a una sucesión de agresiones y venganzas sorprendentemente bien retratada por un simpatizante kirchnerista, Damián Szifron, en una película cuyo enorme éxito nacional sólo puede explicarse por las identificaciones del público con sus personajes y de la vida en el país con su título: Relatos salvajes.
La Argentina K es un país sin ley, un relato salvaje hecho de lumpenización y barras bravas. Los argentinos no respetamos las reglas ni bajo amenaza. Es que queda mal hacerlo. Probablemente, es de derecha. “Sos un b...” nos dicen nuestros amigos cuando se enteran de que cometimos algún acto de servil sometimiento a la ley. “Te estás poniendo superyoico”, nos reta nuestro analista. “Sos tan rígido que no sabés disfrutar”, opina la vecina. “Respetate el deseo. Permitite un desliz”, aconsejan nuestros conocidos.
El resultado es hoy un país en el que la ética y la mera civilidad han adquirido mala prensa, donde violamos la ley no por necesidad o conveniencia sino por goce. Transgresión, la llamamos, para darnos aire cool mientras bajamos con la 4x4 a la playa, si somos ricos, u orinamos en la puerta de los demás, si somos pobres. ¡Y cómo nos gusta! Sobre todo, porque nos imaginamos como astutos estafadores cuando en realidad somos los estúpidos estafados.
El que mejor lo interpretó, por supuesto, fue Néstor Kirchner, quien en una de sus grandes intuiciones, la tercera después de “Las cosas que nos pasaron a los argentinos” y el “Vengo a proponerles un sueño”, afirmó: “A los jóvenes les digo: sean transgresores... Tienen que ser un punto de inflexión del nuevo tiempo”, reemplazando el “Serás lo que debas ser” sanmartiniano, tan demodeé, superyoico, honestista y kantiano, por un vía libre generalizado cuyo significado la sociedad comprendió inmediatamente.
Desde entonces, la ley y las reglas de comportamiento civil no pueden siquiera ser nombradas. Las hemos reemplazado por los “códigos”, es decir: por reglamentos mafiosos de silencio y complicidad nacidos en los ambientes tumberos, trasplantados al ámbito futbolístico y extendidos al conjunto de la sociedad a medida que el Partido Populista fue ganando la batalla cultural.
¿Cómo sorprenderse de lo que sucede en las canchas de fútbol si la Feria de la Salada, el mayor mercado de evasión fiscal, contrabando, piratería, fraude y falsificación de marcas de Suramérica, es un modelo de negocios incorporado a las misiones de comercio oficiales; si la corrupción, la obsecuencia militante, el juego y el narcotráfico son los principales métodos de enriquecimiento y ascenso social; si el subsidio se ha establecido como sucedáneo del salario; si tenemos ya tres generaciones de Ni-Ni-Ni, que ni trabajan ni estudian, ni esperan hacerlo nunca?
En un cuarto de siglo, el peronismo nos ha llevado desde la Revolución Productiva anunciada por Menem en 1989 a la lumpenización general de la Argentina. Por eso su columna vertebral, basada ayer en los sindicatos de trabajadores, ha mutado a una red clientelista que intermedia entre los ciudadanos desocupados y el Estado, distribuyendo comida para comedores comunitarios, turnos para atención médica, subsidios, planes, terrenos para ocupantes ilegales y todo tipo de productos y servicios financiados con los impuestos de todos en beneficio del voto clientelar cautivo de la oligarquía en el poder desde hace un cuarto de siglo.
Como en todo proceso de cambio social, tampoco en éste han faltado los íconos, en este caso: la barra brava, erigida a objeto de culto y modelo de comportamiento social generalizado. Basta ver las formas de diversión de los jóvenes argentinos de todas las clases, el vocabulario prostibulario que han adoptado como habla, los cantos guturales que utilizan como expresión, el fútbol erigido a tema monopólico de conversación, el nivel de agresión que emplean en sus comunicaciones entre pares y el rock chabón y futbolero que consideran su música los nietos de una generación que parió el tango, una de las más importantes músicas populares de la Historia, e hijos de quienes produjeron el mejor rock en castellano del mundo, para entender la futbolización de este país, en el cual la barra brava se ha convertido en el modelo de comportamiento aceptado por la sociedad.
Con el apoyo del peronismo, gran lumpenizador, cuyo gobierno no sólo ha sido impotente ante el crecimiento indetenible de la violencia en el fútbol, sino que ha sido cómplice; gastando fortunas en hacerse propaganda a través de Fútbol para Todos, financiando la creación de Hinchadas Unidas Argentinas y sus viajes mundialistas, y alentando el uso de las barras bravas como fuerza de choque fascista por parte de la política y los sindicatos.
Barras desfilando por las calles y violando todas las reglas escoltados por la Policía, barras entrando a los hospitales para vengarse de médicos que no han sabido salvar de la muerte a sus heridos, barras revoleando sillas a los expositores en presentaciones de libros críticos al Gobierno, barras exhibiendo banderas de “Clarín miente” en las tribunas, son parte ya del paisaje habitual de la Argentina, único país del mundo en que el campeonato de fútbol de primera división se juega en estadios sin hinchas visitantes y la violencia sigue creciendo sin parar.
La barra brava es el ícono del país que parieron veinticuatro años sobre veintiséis de peronismo en el poder. No lo digo yo, sino la presidente peronista del país, quien en su discurso del 30 de julio de 2012 afirmó: “Últimamente se ha recargado mucho todo el tema de la violencia en el fútbol, de los barrabravas y de las hinchadas... con una clara intencionalidad política... Veo y observo que hay cada ‘bombeada’ que no se puede creer.
Y la verdad que cuando hay bombeada la gente se indigna y hasta el más pintado, el más educado por ahí se manda un macanón... Quería realmente hacer justicia con miles y miles de gentes que tienen una pasión que los ha convertido en un verdadero ícono de la Argentina... Yo no entiendo mucho de fútbol y no me gusta el fútbol, pero cuando iba a la cancha porque me llevaban o cuando lo iba a acompañar a Néstor, yo, ¿saben qué miraba?, las tribunas, porque lo que más me maravillaba eran las tribunas.
Esos tipos parados en las para-avalanchas con las banderas que los cruzan así, arengando... Son una maravilla... nunca mirando el partido, porque no miran el partido, arengan y arengan y arengan. La verdad, mi respeto para todos ellos. Porque la verdad que sentir pasión por algo, sentir pasión por un club, es también, ¿sabés qué?, estar vivo... A mí me gusta mucho la gente pasional”.
La barra brava, ícono de la Argentina que ha dejado el peronismo en un país en el cual supimos ser Borges, Piazzolla y Houssay, no es un azar del destino sino el producto deliberado de una política a favor de la anomia general, ejecutada con la excusa de que el delincuente es una víctima (“Ningún pibe nace chorro”) con el objetivo de garantizar el ascenso de la oligarquía peronista dominante mediante la destrucción de toda meritocracia, y su impunidad mediante la destrucción de la ley.
La vida en la Argentina K se ha convertido en un relato salvaje de lumpenización y barras-bravas. Fue una verdadera política de Estado mantenida por más de una década cuya base legitimativa fue el abolicionismo disfrazado de garantismo del doctor Zaffaroni, que transformó el sistema judicial y penal nacional en una enorme puerta giratoria, y que concluyó con intervenciones políticas directas en las cárceles, cuyo estandarte es el Vatayon Militante.
Si faltaba alguna confirmación de la existencia de esta política de lumpenización y marginalización deliberadas acaban de darla las elecciones porteñas, en las que el candidato del Frente para la Victoria, Mariano Recalde, ganó un solo distrito: el de las cárceles y penitenciarios de la ciudad de Buenos Aires.