Tras ocho temporadas, llegó el final de "Game of Thrones", una de las series más exitosas de la última década que, lamentablemente, pasará a integrar el reducido grupo de finales que dividieron a fanáticos. Si bien algunas quejas son justificadas, como la falta de tiempo para desarrollar los giros de ciertos personajes y el forzado "dominó" de acciones que desencadenaron el desenlace, otras están más cerca de expectativas y disparatadas teorías antes que el camino que D.B. Weiss y David Benioff marcaron hace tres años al definir dos cortas y últimas temporadas.
"The Iron Throne", como fue bautizado el último episodio, podría durar menos minutos -son notables los dos tonos enfrentados y poco fluidos- y aún así se sentiría estirado. Tyrion Lannister (Peter Dinklage) recorre las ruinas de King's Landing tras el ataque de una desatada Daenerys Targaryen (Emilia Clarke) a bordo de su último dragón vivo. El panorama es desolador: cadáveres rostizados por doquier y Greyworm (Jacob Anderson) ejecutando a cada habitante en pie, pese a que el triunfo no lo ameritaba. Sí, la reina de dragones rompió con la rueda del poder, sin importar las consecuencias, a fin de establecer un mundo nuevo.
Los aplausos, tanto en el sexto episodio de la octava temporada como en la serie en su conjunto, se los lleva Dinklage, quien entrega algunos de los momentos realmente conmovedores, lejos de las caras estoicas de Clarke o Kit Harrington (Jon Snow) sacadas de la telenovela de turno de Pol-Ka. Tyrion observa con sincero dolor los cadáveres de sus hermanos, Jaime (Nikolaj Coster-Waldau) y Cersei (Lena Headey), quienes se fundieron en un último abrazo antes de su desperdiciado final. Habrá pecado de didáctica, pero la charla posterior del "diablillo" -devenido en prisionero tras renunciar como Mano de la reina y cometer traición- recordó a los viejos tiempos de una serie que optó por el impacto pese a que significara sacrificar la prolija construcción de hechos.
El resto es cantado. Con una composición digna de una película del nazismo, Daenerys arengó a su ejército porque la guerra aún no terminó, mientras que Jon, cada vez más desdibujado, quedó atascado en su rol de Luke Skywalker. A esta altura: ¿era necesario que dijera que sus hermanas, Sansa (Sophie Turner) y Arya (Maisie Williams), necesitan de su ayuda? El rol de las mujeres protagonistas, otra vez destruido en segundos: reducidas a damiselas que necesitan ser rescatadas, incapaces de defenderse.
La escena del sacrificio quedará en el recuerdo, tanto por el clímax -ocurrió apenas Dany se levantó de su trono a estrenar- y lo obvio del momento. En segundos, Drogon pasó de ser una bestia salvaje a comprender filosofía del siglo XIX: destruyó el trono de hierro, cuya ambición por obtenerlo “mató” a su madre.
Tras el fundido a negro, el epílogo eterno de 40 minutos. Políticamente correcto, Tyrion propuso darle el control de los siete (venidos a seis) reinos a Bran Stark, el "rey roto", porque fue protagonista de la "mejor historia" pese a que siempre renegó de su condición humana en favor de la del cuervo de tres ojos. Al menos Sansa se mantuvo fiel a su crecimiento y decidió independizar al norte. Por lejos, el merecido final para la mayor de las chicas Stark.
Arya, por su lado, encaró la campaña de Cristóbal Colón para explorar el oeste del continente de Westeros (¿alguien dijo spin-off?) y así "acabar" con el terraplanismo. El caso de Jon Snow -de poco sirvió su plot twist como Aegon Targaryen- terminó otra vez como comandante más allá del muro.
Por si extrañaban los textos de George R.R. Martin, Brienne de Tarth (Gwendoline Christie) ofició de la escritora en la Wikipedia de los Comandantes de la Guardia Real reivindicando la historia de Jaime, pese a que los guionistas la dejen una vez más humillada.
Lejos de los riesgos que supo tomar, se despidió “Game of Thrones”. Sí, habrá roto las expectativas (y varios corazones), pero a una simplicidad vaga y carente de la atrapante narrativa con la que supo enamorar. Al parecer, y como el discurso de Tyrion, los showrunners olvidaron que el camino es tan importante como el fin y que la poética es inútil cuando resulta autoconsciente.
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