Refugiados se aferran a la esperanza en los albergues temporales

Huyendo de la guerra, casi un millón de personas alcanzaron la costa europea este año. “No sabemos qué nos depara el destino”, dicen.

Refugiados se aferran a la esperanza en los albergues temporales

Adam, de siete meses, no duerme por las noches. El ruido y conversaciones de unos 600 solicitantes de asilo alojados junto a él en un albergue le impiden conciliar el sueño y aumentan la ansiedad de sus padres, que llegaron a Holanda en busca de una vida mejor lejos de Irak.

“Esto no es vida. ¿Cómo puedo explicarlo?”, se pregunta Ahmad, un joven de 27 años y padre de Adam. “Es como un pájaro en una jaula. Come, bebe, pero no es feliz”.

Su quinto “hogar” en tres meses es un cubículo de contrachapado endeble, sin puertas, que comparten con otras dos familias iraquíes en un oscuro centro de exposiciones reconvertido en campamento.

Lejos quedan los paisajes que Ahmad y su mujer Alia, una joven de 26 años de ojos color avellana, contemplaron durante su odisea migratoria a través de Europa el pasado mes de setiembre, seguidos por un equipo de esta agencia.

Tres meses después, se sienten atrapados en un lento y desalmado laberinto administrativo, aunque la alegría de ver crecer a Adam a salvo alimenta su paciencia. “Nuestro viaje no ha terminado”, dice Ahmad sentado en el borde de su cama deshecha.

El bebé ya casi puede tenerse en pie y ya sabe decir “Mama, Baba”. Su felicidad es un agradecido respiro tanto para sus padres como para algunos solicitantes de asilo que, al igual que Ahmad y Alia, dejaron todo atrás.

El joven iraquí poseía una tienda de ropa en Bagdad. Ahora, como el resto de refugiados del campamento, tiene que portar un brazalete de plástico azul cuando sale para identificarse como residente del “campamento”.

“Todavía no sabemos lo que el destino tiene reservado para nosotros (...), si obtendremos finalmente un permiso de residencia”, dice. Ahmad entiende que Holanda está “abarrotada” con un número récord de solicitantes de asilo, pero no puede sacudirse el miedo de que las autoridades holandesas decidan algún día enviarlos de vuelta a Irak.

También le preocupa el cambio en la actitud hacia los refugiados tras los atentados de París en noviembre. “La gente solía decirnos hola en la calle, darnos la bienvenida. Ahora ya no lo hacen”, explica.

La incómoda situación de su familia podría corresponder a la de cientos de miles de personas más, a quienes unas sobrepasadas autoridades europeas albergan en pabellones deportivos y otros edificios públicos.

Casi un millón de personas alcanzaron este año las costas de Europa huyendo de la guerra y la pobreza. Tras sobrevivir a un ataque con bomba en Bagdad en 2014, Ahmad y Alia decidieron arriesgar su vida y cruzar este verano el mar Egeo rumbo a Grecia, antes de atravesar siete países en pocos días durante el momento álgido de la crisis migratoria.

Durmieron al raso en los Balcanes, esquivaron arrestos y entregaron su dinero a traficantes de migrantes -10.000 dólares (9.000 euros)- para poder tener una oportunidad en Europa.

Su objetivo era Holanda, donde cuentan con familia en Utrecht, una pintoresca ciudad situada lejos de los refugios improvisados por donde transitaron antes de terminar el 16 de octubre en el campamento de Leeuwarden, una localidad de unos 100.000 habitantes.

Las autoridades holandesas tardaron cinco semanas en registrar la solicitud de asilo de la pareja. “Sentí que Holanda no nos quería, como si nos estuviera invitando a marcharnos”, confiesa Ahmad.

Con 54.000 solicitudes registradas entre enero y mediados de noviembre, las autoridades reconocen que se encuentran abrumadas.

“Tenemos solicitudes atrasadas y esto en ocasiones crea roces”, explica Alet Bowmeester, portavoz de la Agencia Central para la Acogida de Solicitantes de Asilo.

Con casi nada más que hacer que esperar, la pareja busca maneras de levantar el ánimo.

“Cada mañana, mis amigas y yo nos reunimos en una habitación que hemos tomado como sala de maquillaje. Vamos allí a vestirnos, a maquillarnos y peinarnos”, explica Alia, en cuyo rostro son visibles las cicatrices del atentado de 2014.

Una vez a la semana la familia come en Mouni, un restaurante de kebabs en el corazón de Leeuwarden, muy popular entre los refugiados. “No es la misma comida que en Irak, pero se agradece comer algo que nos recuerde nuestro hogar”, dice Alia.

A continuación, se unen a un grupo de sirios e iraquíes en una excursión de un día al zoológico -patrocinada por una iglesia local-, donde la atracción principal es una colonia de focas en un estanque.

Los cuidadores del zoológico transportan a los visitantes en una barca de madera para que vean a los animales alimentarse, pero incluso un momento de diversión como éste puede revivir un trauma.

A los niños les encanta, si bien el pánico puede llegar a paralizar a muchos visitantes adultos, a quienes les sobreviene a la memoria la peligrosa travesía hacia las costas de Grecia.

Alia también tiene sus propios demonios. Un ruido fuerte le hace recordar el atentado con bomba al que consiguió sobrevivir. Su odisea en los Balcanes también fue “una pesadilla”, pero su mente logró olvidar gran parte.

Al preguntarle si es feliz en Holanda, contesta: “Por supuesto, esto es mejor, mucho mejor. Sin mar, sin correr, sin miedo, sin nadie que venga a hacernos daño o a robarnos”.

Su único miedo, al igual que su marido, es no poder permanecer en el país. “Pienso en ello. Que nos podrían devolver (a Irak). Eso me asusta mucho”.

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