Más allá de los deseos, las frustraciones, los desencuentros, las miserabilidades que nos agobian, estamos en la proximidad de una Argentina real, concreta, sufriente, que se aproxima deseosa de respuestas. Esa Argentina joven, esa Argentina nueva, está compuesta por millones y millones de hombres, mujeres, jóvenes que aparecen hoy descreídos, escépticos, sin esperanzas. A ellos debemos darles respuestas claras, concretas, veraces, definidas, capaces de motivarlos y motivarnos para la gran epopeya de lanzar al país por el camino de grandeza que jamás debió abandonar.
¿Por qué estamos así?
El prolongado desencuentro nacional que durante años nos ha venido asfixiando y deteriorando, el peligro cierto de la desintegración nacional por la acción de minorías poderosas, pero no representativas de la voluntad del conjunto, exigen, en esta hora, la decisión inquebrantable de instaurar un sistema político que asegure la estabilidad, el progreso compartido por todos los sectores sociales y, consecuencia de ello, la confianza en el futuro.
Es necesario que recuperemos la fe, la confianza. Fe en nosotros mismos, fe en el destino creador del hombre, fe en nuestras potencias dormidas, fe en un destino venturoso de “nueva y gloriosa nación”, fe en construir no en destruir, son elementos vitales en esta marcha que debemos emprender. Recuperar esa fe perdida, esa fe que vence obstáculos, que mueve montañas, esa terca voluntad que ha permitido a lo largo de la historia que pueblos enteros caminaran por la senda del progreso y la grandeza.
Volver a creer en la dignidad del trabajo, del esfuerzo creador, de la solidaridad y del amor, frente a quienes pregonan la desesperanza, a los profetas del odio, a la colectiva alucinación de la especulación o a la torpe y denigrante indiferencia de los pobres de espíritu.
Recuperar al hombre y a su dignidad como objeto y fin de la actividad política, renegar definitivamente de este materialismo estúpido que nos condiciona, nos ahoga, y nos frustra y que día a día nos hunde en el lodo.
El mañana
La Unión Cívica Radical nació a la vida política argentina fines del siglo XIX, como la expresión más lúcida y pura de un sentido ético de la vida que interpretaba, ajustadamente, los sentimientos de grandes masas populares que ansiaban liberarse de la opresión de los intereses de las minorías locales comprometidas con el extranjero. Por ello Yrigoyen pudo decir con verdad “que el radicalismo no es un partido, sino una conjunción emergente de la opinión nacional”, es decir, un movimiento policlasista que interpreta al conjunto de la comunidad y que se integra con importantes sectores de la clase media urbana y rural, con obreros industriales y clases pobres del medio rural junto con ganaderos y comerciantes medianos, junto a docentes y estudiantes.
Hoy, como ayer, necesitamos imponer el juego democrático, la vigencia de la ley, como medio de llegar al gobierno para cumplir tan altos objetivos. Objetivos que significan la necesidad de impulsar al país dentro del sistema constitucional, pero cambiando las condiciones negativas del desenvolvimiento de las capas medias y bajas de la sociedad.
Contra el centralismo
Esa Argentina que se aproxima, ese país del mañana, nos exige un renovado esfuerzo para cambiar drásticamente, dentro y fuera del partido, el modelo portuario, pampeano y elitista que durante años ha venido imponiéndose al interior empobrecido y despreciado.
Es preciso cambiar el enfoque, las prácticas y destruir los intereses de la minoría porteña que nos ha gobernado durante casi siglo y medio. Esa minoría que cada vez que un gobernante lúcido ha pretendido servir con justicia al conjunto nacional, lo ha impedido con la fuerza de las armas o de su dinero.
A este modelo centralista, unitario, de minorías, queremos oponerle el otro modelo. El del país integrado, solidario, grande, donde los provincianos recuperemos nuestras posibilidades legítimas y el derecho a ser protagonistas directos del hecho histórico.
La democracia
Estamos conscientes que esta tarea no es fácil ni sencilla. Exige de nosotros la comprensión cabal de las dificultades que enfrentamos, la necesidad de abandonar el facilismo demagógico, la humildad serena de no creernos únicos depositarios de la verdad, la responsabilidad de asumir en plenitud, la responsabilidad que a cada uno nos compete.
Pero este sistema democrático de vida que ansiamos imponer al país, que no es un mero procedimiento de elección de autoridades, sino la aplicación real y concreta de un estilo de vida, de un ideario que se nutre en la vigencia de la libertad, el estado de derecho y la justicia, debe partir de un proceso de vigorización de la integración nacional, capaza de elaborar un sistema de equilibrio político que nos inserte en el marco de las naciones progresistas del orbe.
Este concepto de la integración nacional significa un ideal para la dirección del cambio social, en lugar del equilibrio estático que frustra y retrasa. Significa la meta deseada para un ajuste interno que nos permita encarar el desafío del futuro con la voluntad terca de quienes han triunfado, a lo largo de los siglos, en las grandes empresas de la humanidad.
Debemos comprender que la democracia implica un largo camino de aprendizaje.
Debemos permitirnos el cometer errores y en la aceptación de los errores de los demás, encontrar el modo de madurar nosotros mismos.
Madurar como seres humanos, madurar como Nación.