En julio de 1976 Héctor “Toto” Schmucler se reunió con su hijo Pablo, de 18 años, guerrillero montonero, en una “casa segura” en Córdoba. Junto con la madre y el hermano, trataron de convencerlo de que habían sido derrotados y solo cabía salvar la vida. No lo lograron. “Yo se que esto es una locura”, les dijo, “pero está la sangre de los compañeros”. Partió en un taxi. Meses después supieron que había desaparecido; vivieron muchos años sin la certeza sobre su destino final.
Hijo de una familia de comunistas, “Toto” Schmucler había ingresado al Partido en 1946, a los 15 años, y permaneció hasta la expulsión del “grupo Aricó” en 1963. Por entonces estudiaba semiología en París, cerca de R. Barthès. Volvió en 1969, embebido en el clima de Mayo del 68, y fundó la revista Los Libros, con R. Piglia, B. Sarlo y C.
Altamirano. También fue editor de Siglo XXI Argentina, donde publicó un libro convertido en ícono de la época: Para leer el Pato Donald, de Mattelart y Dorfman.
Schmucler participaba del embriagante entusiasmo de la hora. Con sus amigos de la revista Pasado y Presente -J. Aricó, J.C. Portantiero- tenían estrecha relación con uno de los jefes de Montoneros, Roberto Quieto, antiguo compañero del grupo. En la Universidad de Buenos Aires dirigió el Departamento de Letras, avalado por “los fusiles montoneros” que respaldaban también a la decana, Adriana Puiggrós. En los años siguientes, en algún momento, se convenció de que la empresa había sido derrotada e intentó salvar a su hijo. Luego emigró a México y se sumó a la colonia de exiliados.
Allá, peronistas y socialistas se enzarzaban en la discusión sobre lo pasado y lo futuro, que recogió la revista Controversia, editada desde 1979. En el primer número, mezclado con discusiones más urgentes, se publicó su primer texto sobre los derechos humanos, un tema que comenzaba a instalarse en el centro de los debates. Ya apartado de ortodoxias y encuadramientos, lanzó preguntas asombrosas. “¿Los derechos humanos son válidos para unos y no para otros?” Se refería específicamente a “las otras víctimas… militares y policías muertos” por “los grupos guerrilleros”. Cuarenta años después, la respuesta a esta pregunta retórica sigue siendo negada por quienes deberían darla.
Tras cartón, otra herejía de plena actualidad: “Seguramente no es verdad que existan 30.000 desaparecidos, pero 6 o 7 mil es una cifra pavorosa”. Desde 2017 una ley de la provincia de Buenos Aires, aprobada por unanimidad establece que en los documentos oficiales debe decirse “30.000 desaparecidos”. Quizá en 1979 las verdades oficiales no estaban establecidas, pero ya entonces afirmaciones como estas le valieron ser “motivo de sospecha, que a veces merodeaba la palabra traición”.
Por entonces, Schmucler ya estaba convencido de que la guerrilla había sido una “aventura terrorista”, cuya organización militar, modos de acción y convicción misional calcó del Ejército. En ese plano, las organizaciones armadas y el estado terrorista compartieron un sino común: hacer de la muerte un instrumento. Alejado del marxismo, y nutrido en corrientes espiritualistas y en una tradición judía que asumió con énfasis, Schmucler llegó pronto a una conclusión básica: “no matarás” es un imperativo absoluto, que fue infringido por ambos bandos.
Pero Schmucler no habla de “ellos”, los guerrilleros, sino de nosotros, “todos derrotados”, todos responsables, “aunque no todos con la misma responsabilidad”. La suya -la muerte de su hijo-, seguramente le resultaba abrumadora. De la responsabilidad surge un mandato igualmente imperativo: mantener la memoria de aquello que, por razones éticas, debe ser recordado.
Desde entonces y hasta su muerte -acaecida en 2018 -, Schmucler desarrolló una destacada tarea académica y universitaria en el campo de la comunicación, pero siguió pensando sobre la memoria, la ética y los derechos, un tema cada vez más frecuentado y más polémico. Sus puntos de vista pocas veces coincidieron con la corriente principal de lo políticamente correcto, pues la farisaica “corrección” le pareció la antesala del totalitarismo y del olvido. Estimuló el debate, atento a lo que decía el otro y sin entrar en controversias personales. Simplemente desenvolvió su pensamiento, en permanente construcción, en infinidad de artículos o de intervenciones académicas, con tono calmo y cordial.
Para Schmucler, la diferencia esencial entre el Estado terrorista y las organizaciones guerrilleras -que compartieron una práctica asesina igualmente abominable- reside en las desapariciones forzosas practicadas por aquel. Se trata de un “crimen ontológico”, que viola el último y esencial de los derechos humanos, ser dueño de su muerte, y que carga a sus deudos con el sino de Antígona: no poder enterrar a sus muertos. Se trata del Mal demoníaco, el Sumo Mal, que como el Sumo Bien no pertenecen al mundo empírico sino al orden del “misterio”, incognoscible, inefable e inexplicable: a “aquello que solemos relacionar con lo divino”.
¿Cómo pudo ocurrir? ¿En que circunstancias los hombres -ni muy buenos ni muy malos – mediante acciones frecuentemente banales, se convierten en agentes del Mal?
Tratándose de personas, Schmucler admite que existe una pregunta válida acerca de las circunstancias, el “clima de época”. Esto abre una brecha; hay algo explicable en el mal, algo comprensible, que puede relativizar las responsabilidades personales. Hay una tensión entre dos formas de pensar el “pasado que duele”, una discusión que probablemente estuviera abierta en su mente.
Pero el centro de su preocupación fue más concreto: la posibilidad del olvido. Sin el recuerdo del mal supremo no hay ética que se sustente, ni garantía de que otros hombres no recaigan en el mal.
El olvido sucede naturalmente, pues no hay memoria sin olvido. Para evitarlo se desarrollan las “políticas de la memoria”. Pero éstas le preocupan más aún, por sus efectos no deseados.
La creación de museos y espacios de memoria pueden conducir a la ritualización y la observancia, que son la tumba del pensamiento vivo. También le preocupa la banalización: convertir los lugares de memoria en destinos turísticos y las conmemoraciones en “feriados móviles”.
Sobre todo, vislumbra, detrás de los designios de establecer “una memoria oficial”, el fantasma de la “memoria única” y la consiguiente sanción de la heterodoxia, verdadera amenaza a una memoria que solo vive en la conversación y en la polémica.
Tampoco le satisface la solución judicial -juicio y castigo a los responsables-, que encierra el peligro de “dar vuelta la página”. Es algo que la sociedad política busca, razonablemente, pero que la comunidad, fiel a su deber de memoria, debe rechazar.
Su muerte interrumpió estas reflexiones no resueltas. Su recuerdo -posibilitado por el excelente volumen- es un estimulo a seguir transitando el camino que él abrió.