Los Andes me permite recordar un viaje que hice a Italia, más precisamente a Roma, en la década del 90. Partí primero de Palmira a Buenos Aires, con tres valijas, reduciendo mi hogar a tres bultos porque la estadía en la península itálica iba a ser importante. Primero el trago amargo de despedirme de mis 14 hermanos y luego del entorno pueblerino, la cordillera nevada a lo lejos y los adobes de la casa. El ripio y el calor del verano, los árboles gigantescos donde habitaba “la befana”. También aportaba a la nostalgia el recuerdo de la dulce voz de mi abuelo Antonio, y el fervor que ponía al relatar cuentos en las noches de estío. Esto sucedía muy seguido y siempre queríamos que el abuelo no dejara de contarnos las nuevas aventuras que nos regalaba.
Al emprender ese viaje también prometía no olvidarme de nuestros pies fríos en los días de invierno, todos apretujados junto a la única fuente de calor de la antigua vivienda, la estufa a leña, en el comedor.
Les decía que me quedaría en un rincón oscuro donde nadie pudiera verme, y volvería a jugar a las escondidas.
Cómo no acordarse de la alfalfa, la nieve, la montaña, las uvas en la hora de la siesta, el dulce de durazno, que a hurtadillas buscábamos en el comedor de la abuela, porque si muere la infancia, muere la vida.
Y voz suavecita (la de mi papa) me canta al oído: “Jarilla fresquita, le vendo señora/de los ojos negros”. Sentía su amor y de una sensibilidad exquisita, y a medida que crecíamos, tenía para cada una de sus hijas, un detalle, una canción, una caricia. Mi papá era de una espiritualidad avasallante, su generosidad, su hombría de bien y su inconmensurable amor por todos sus hijos me conmueve hasta el día de hoy.
También me vuelven a invadir el olor del rocío y el bullicio de gorriones, mis pequeños niños amados, jugando en la cuadriculada galería, como angelitos que revolotean.
Si soy capaz de embalarte y llevarte en un rincón de mi alma, podré irme tranquila, con mis nuevos amores, mis hijos Tati, Fede y Juan, con mis brazos cargados de sueños, a una tierra lejana, a una tierra donde repican las campanas de Agnone (Campobasso, Italia ), de donde me viene un cuento de “befanas” y canzonetas italianas, una tierra de uvas moscatas y dulces de durazno, donde la alfalfa al pie de la montaña, sea tan cierta como la infancia.