“La escuela entendida como una institución que viene a reproducir lo que se ‘produce’ en otras instituciones, está acompañada hoy por un proceso que le es propio; no sólo a la institución escolar, sino también a la institución familia, por nombrar dos de los aparatos más importantes. De modo tal que la interacción entre el docente y sus alumnos se vuelve cambiante, alejada de la representación (ideal) general que se suele tener de ese vínculo en el recinto escolar.
Entiendo que la imagen que del docente que tengan los alumnos dependerá de varios factores: el lugar geográfico del establecimiento, por ejemplo.
Por otro lado sustentamos que que antes el alumno respetaba a su maestro, y hoy no. Es cierto, aunque esa imagen idílica, incuestionable de autoridad, que respetábamos por la jerarquía de una envestidura incorporada, tampoco puede ser buena, en el sentido general del término. Creo que nos salteamos el estadio más o menos preciso de la forma. Hoy el docente tiene que reconstruir lo que antes le era ‘natural’: un prestigio, un liderazgo, transformarse en un motivador posmoderno para que no aburra, pero a la vez que los deje, pero a la vez que permita, pero a la vez que transmita valores, pero a la vez que enseñe; con el requerimiento también de un compromiso ético, de un interés, y de un cuidado por el otro. De modo que no se trata de un mecanismo neutro en una institución neutra. Creo que al docente le caben demasiados problemas.
Hay que remarcar que la escuela viene a completar la función socializadora que cumple la familia. De ahí la elección de clase al momento de decidir la institución escolar, que hará con el niño o el joven lo que sus padres esperan que hagan de él, según su estatus, su religiosidad, su visión del mundo.
Desde luego la visión liberal de la escolaridad igualadora resulta una ficción, una idea sarmientina enmascarada por la masificación. Hoy se mixtura inclusión escolar (tal vez con números sin precedentes) con exclusión social. La escuela se transforma entonces en un recipiente que se desborda, y los docentes quedan rehenes de tareas para las que no fueron preparados, ni eligieron.
Vivimos en un mundo de información excesiva, de web, al instante, sin la estructura más o menos formal que suele tener el conocimiento. Y el rol del maestro está vinculado a lo segundo, que es lo antiguo, lo dificultoso. Allí se rompe la comunicación, la representación; y aparecen la violencia, los padres como rectores, la comunidad, que exige lo que la coyuntura no puede brindar.
Porque además que todos los niños vayan a la escuela no significa que obtengan el mismo éxito. Más cuando la escuela está preparada para seleccionar y dar éxito escolar por mérito y función, a los chicos de clases acomodadas, por sus formas de jugar, de hablar, de estudiar, de referirse al maestro. Todo lo que allí ven es algo más menos semejante a lo que han visto en su casa. Y quiénes fracasan, quienes no reconocen en esa lógica su realidad, es porque no han atravesado el desarrollo de ciertas prácticas en otros contextos. Me refiero a los vínculos, a los hábitos, y la escuela legitima esa desigualdad con la contradicción de la masificación. La figura del docente se ve como por un prisma en torno a todo ese back up que lo antecede, y que el curso o el grado no puede nivelar”.