Rebelión en oriente

En 1979, la Revolución Islámica de Irán escribió uno de los capítulos más interesantes de la historia moderna. Lucha de poderes, religión y un pueblo hastiado, el cóctel que estremeció a Teherán y a todo el país persa.

Rebelión en oriente
Rebelión en oriente

Tome una sociedad acribillada en desigualdades y un gobierno despótico que remienda la pobreza con represión. Agréguele una potencia extranjera que foguea la eternización del status quo a cambio de suculentos negocios, y mézclelo con un movimiento religioso radical y popular inspirado en la palabra de un líder con fama de mesías, que invoca a la transformación urgente, pues así lo piden los cielos.

En fin, siembre vientos, muchos vientos y, si lo que cosecha no son tempestades, hubo algo que le falló en la receta.

En Irán, en 1979, cada uno de esos ingredientes estuvieron a su punto, y la tempestad se llamó Revolución Islámica. Un fenómeno social que marcó un hito en la historia moderna, fundamentalmente por definir dos certezas: la que indica que también en Oriente el poder del pueblo es colosal, y la que dice que el de la religión no es menor.

Los sucesos que dieron la vuelta al globo tuvieron lugar en todo el país, aunque la hoguera madre estaba en Teherán, la capital. Allí, millones de hombres y mujeres salieron a la calle para decir a los de arriba que basta de todo.

En realidad, la élite política y social se sintetizaba en un solo espíritu: el del sha Mohammad Reza Pahlevi, rey de reyes que ostentaba bastón desde 1941. Su vocación por mandar era la misma que la de los monarcas anteriores, en 2.500 años de imperio persa.

Aquellas marchas se sucedieron durante meses, pero se hicieron definitivas los días 9, 10 y 11 de febrero de 1979. Entonces batallas, tropillas de muertos y las indomables huestes de la Guardia Imperial que se tornan en domables. El sha (socio incondicional de Estados Unidos y amante de su cultura), ya lo tenía bien olfateado: al avión se lo tomó tres semanas antes.

Así de caldeado andaba el asfalto cuando el Ayatola Ruhollah Jomeini fue recibido como héroe y salvador. Chiíta igual que la gran mayoría de la población, había sido perseguido por Pahlevi y tuvo que huir hacia Irak (primero) y Francia (después).

Desde el exilio disparaba contra el gobierno, hablaba de la decadencia moral de la patria y ofrecía la redención del Islam en medio de tanta occidentalización.

Ni bien abrazó el trono, fundó la República Islámica de Irán, se autoproclamó Líder Supremo y empezó a cumplir sus promesas de campaña.

Festejaron los jefes religiosos, más altos les parecían ahora sus pedestales. Las mujeres un poco menos: más se les evaporaban los derechos. Y al que no le gustaba aquello, infiernos. La revolución había escapado de unas penumbras para meterse en otras.

A modo de huellas

En la Teherán actual, ese monstruo metropolitano de más de 15 millones de habitantes, sobreviven varios recuerdos de la Revolución Islámica de Irán

Uno de ellos es  la imponente Torre Azadi (o “torre de la libertad”). Levantada para conmemorar los 2.500 años del imperio persa, se convirtió en epicentro de las protestas  e ícono del movimiento popular.

Otro emblema resulta el Mausoleo del Ayatola Jomeini, donde la tumba del imán (murió en 1989), es visitada por peregrinos llegados de todo el país. Situado en las afueras de la ciudad, destaca por su mezquita de soberbias torres y cúpulas, y por los jardines de los alrededores, conocido paseo y área de picnic para los locales. 
Capítulo aparte merece el edificio que fuera Embajada de Estados Unidos. Allí, 66 diplomáticos y ciudadanos de la nación norteamericana fueron tomados como rehenes por turbas iracundas en noviembre de 1979, y liberados tras 444 días de cautiverio. Hoy, el inmenso inmueble acoge un museo.

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