Desde que el COVID-19 es un virus sintético creado como un arma biológica en China para la destrucción de occidente hasta que multimillonarios americanos duplicarían sus fortunas descubriendo una vacuna (ya descubierta) a través de las que nos colocarían chips para sumergirnos en una sociedad orweliana, las teorías conspirativas, todas terroríficas, se reproducen como el propio virus. No hay que desecharlas en estos tiempos singulares en que nos toca vivir, pero hasta tanto éstas -u otras- no se confirmen, me sumo al consenso científico vigente: el virus no fue creado por el hombre ni modificado genéticamente.
Esta pandemia mundial tiene una fuerte relación con la fragilidad de nuestros ecosistemas y el desprecio que el hombre tiene por la naturaleza. El virus nos habla sin metáforas de una época en la que nos hemos excedido hasta hacer peligrar el futuro.
Nadie puede aseverarlo, pero es muy probable que, en las cercanías de Wuhan, China, un murciélago haya evacuado excrementos con coronavirus y un mamífero insectívoro -el pangolín- haya tomado contacto con ellos. Capturado, fue llevado al mercado, donde la suciedad del ambiente, la orina y las heces de otros pangolines, murciélagos, ratas, puercoespines y demás animales cautivos crearon un verdadero caldo de cultivo para que el virus se reprodujera, mutara y se transmitiera de una especie a otra, incluida la nuestra.
El tráfico de fauna aumenta los contactos entre animales silvestres portadores de virus -inmunizados contra ellos por siglos- y los humanos, en los que encuentran hospedadores que aún no han desarrollado inmunidad.
Si esos animales no hubiesen sido capturados, el hombre no hubiera tenido interacción natural con ellos y el salto de barrera zoonótico no se hubiera producido.
En la búsqueda de aliviar nuestras conciencias los hombres preferimos pensar que fue un accidente o una desgracia natural. Necesitados de un chivo espiratorio que alivie nuestra conciencia, elucubramos que los inútiles murciélagos se han aliado con los terroríficos pangolines para desatar la tormenta perfecta; pandemia que aúna a todos los males actuales: sanitarios, económicos, políticos, emocionales y muchos otros. Así, la confabulación de estos pequeños animales es la responsable de miles de muertes, pérdidas por centenares de millones, aumento de la pobreza y otros flagelos. No es el hombre el que ha contrabandeado estos animales protegidos -incluidos en la categoría de Peligro Crítico, según la Lista Roja de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza- por los poderes curativos de sus escamas o por su carne. Ciento veinte toneladas de pangolines enteros se incautaron sólo entre 2010 y 2015 con casi setenta países implicados.
Los bosques debieran jugar un papel fundamental en la prevención de enfermedades -actuando como un verdadero antivirus-, pero la realidad es otra. El cambio en el uso de la tierra no sólo es el principal impulsor de la pérdida de biodiversidad, sino también que al fragmentar los ecosistemas que constituían barreras naturales, se propicia la aparición del coronavirus y otras enfermedades emergentes, como el ébola, el SIDA, SARS, la gripe aviar o la porcina. Un informe del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF)-Italia asevera que el 75% de las enfermedades humanas conocidas hasta la fecha derivan de animales, al igual que el 60% de las emergentes. La destrucción de hábitats aumenta la frecuencia de contacto de ciertas especies con personas y genera las condiciones ideales para que emerjan virus, que aún no han sido descubiertos.
Probablemente nunca oigamos hablar de ellos, pero si seguimos depredando el planeta aumentarán las posibilidades de que nuevos agentes patógenos nos alcancen.
Según el Banco Mundial, cerca de 200 millones de personas se mudaron del campo a áreas urbanas en el este de Asia durante la primera década del siglo XXI, destruyendo tierras forestales que albergan innumerables especies animales y botánicas, para asentar allí cultivos, ganado y áreas residenciales. La fauna nativa, obligada a vivir cerca de pueblos y ciudades, se encuentra inevitablemente con otras especies domesticadas y con humanos, exponiendo a las personas a virus zoonóticos (transmisibles de animales a humanos). El aumento de la temperatura del planeta por el cambio climático provoca que especies tropicales vectores de enfermedades infecciosas, como los mosquitos, hayan ampliado su distribución propagando afecciones virales como el Dengue, Chikungunya y Zika a zonas templadas, donde nunca antes habían llegado. Si a esto sumamos la concentración de habitantes en megaciudades y la gran movilidad entre continentes, el contagio es muy rápido. Es necesario un planeta saludable para evitar la transmisión de enfermedades zoonóticas.
El mundo post coronavirus no será el mismo. Comprendemos con facilidad la globalidad de la pandemia, pero no la del daño que ocasiona, por ejemplo, la deforestación -en Argentina durante la cuarentena se desmontaron más de 6.500 hectáreas en cuatro provincias-. La salud del planeta y la nuestra es una sola. No habrá salud para todos si no se respetan los ecosistemas.
En tiempo de aislamiento estricto, en todo el mundo, animales visitaron las silenciosas y vacías ciudades. Lo que sucedió fue una versión aggiornada de Rebelión en la Granja, dónde los animales se vuelven conscientes del provecho que los hombres obtienen de su explotación y deciden cambiar la situación. En este caso, los enemigos no son el nazismo o el comunismo, sino los comerciantes ilegales de fauna, consumidores insensibles -o desconocedores- y los negadores de la importancia de preservar hábitats.
Confinados, nuestra capacidad de atención aumentó, nos hizo más perceptivos. Estamos mirando lo que antes no veíamos o no sabíamos mirar. Muchos optimistas podrán suponer que la tierra se está recuperando en estas pocas semanas, pero la realidad es que este poco tiempo no alcanza para recuperar el daño que le hemos ocasionado. La inacción antrópica no es un modelo de desarrollo sustentable.
Como los del libro de George Orwell (Eric Arthur Blair), todos estos animales -también pangolines y murciélagos- no cambiaron sus ideales comunes y puros por ideas individualistas y tiránicas, sino que nos hablaron, para decirnos que, recuperada la normalidad, es tiempo de una nueva civilidad que incluya una convivencia armónica y respetuosa con la naturaleza. Tenemos la enorme posibilidad de aprovechar este presente en pausa para reencontrarnos con ella y con nosotros mismos.
Más allá de cómo el coronavirus haya surgido y que uso puedan hacer políticos y empresarios de él, lo importante es qué se hace de ahora en más.
¿Volveremos al punto donde se encontraba el mundo prepandémico o pensaremos uno nuevo?
Antes de reencender el motor del planeta debemos acordar qué tipo de planeta queremos, no se puede planificar el futuro con el pasado.
“El momento de diseñar esos planes es ahora, en el pico de la crisis, porque cuando la crisis pase, llegará la estampida de ideas viejas y recetas remanidas. Abundarán los intentos de hacer descarrilar cualquier iniciativa novedosa con el argumento de que son políticas no ensayadas. Hay que tener todo listo antes de que se desate la estampida”, dice Muhammad Yunus, fundador del Banco Grameen.
Y tiene razón. El momento de planear un mundo mejor es ahora. La decisión es nuestra.