La memoria suele jugar siempre con una carta debajo de la manga. Así sucedió cuando nombraron a mi escuela. Porque es "mía", como así también de tantos miles de otros que frecuentaron sus interminables patios. ¿Será porque dejé parte de uno de mis incisivos en una de sus columnas?, tal vez.
Anécdotas interminables empiezan a surcar un sendero sin la certeza de si fueron ciertas o no. Nada evita que cada vez que paso por calle Azopardo mire al menos de reojo y la memoria baraje de nuevo.
El ruiderío que causaban los pisos entablonados cuando sonaba el timbre y todos salían disparados al recreo, aquellos bancos hechos de hierro forjado que fueron pasados a desguace por unos más "modernos", sus cinco patios y su señorial galería de ingreso donde nos "frenaban" si llegábamos tarde para formarnos y cantar la Aurora.
Qué fue verdad y qué no. Aquellos "engendros" de animales conservados en formol en una vitrina cerca del laboratorio o el salón de actos que alguna vez albergó "primeros bailes", primeras decepciones amorosas.
El recuerdo ahora discute con el olvido y parece que "La Rawson" era gigante. Tal vez para un chico de 6 años que la pisa por primera vez lo sea. "Escuela piloto de Godoy Cruz" o "Rawson, el creador de la Cruz Roja argentina", "Promoción 92", consignas que se repitieron durante años y que la memoria pone sobre la mesa; el presente agradece con un gesto cordial.