El espectáculo que todas las tardes viene ofreciéndonos nuestro cielo al ponerse el sol, ha asumido en la fenecida semana nuevo aspecto i mayores proporciones.
Después de tres ó cuatro días durante los cuales la caída de la tarde se efectuó como en condiciones normales se efectúa, -es decir, con un descenso suave de la luz, desde que el sol trasponía la línea del horizonte hasta que los resplandores descoloridos del crepúsculo se confundían con las primeras sombras de la noche- el fenómeno de la coloración del cielo ha reaparecido con intensidad doblada.
Durante las últimas tardes, así que el astro del día terminaba su carrera, ha asumido el horizonte, en una extensión de casi ciento ochenta grados un tinte rojo de incendio, más intenso hacia la parte por donde el sol se oculta, i más esfumado hacia la terminación de la zona luminosa. Por la parte opuesta del horizonte, es decir, hacia el naciente, la atmósfera ha presentado una ligera coloración morada, efecto, sin duda, de reflejo.
Lo que más llama la atención es la duración del fenómeno. A las 8.30 p.m. percíbese todavía la coloración roja, ya más diluida; la noche ha habido en que a la luz coloreada ha reemplazado una luz blanca, parecida a la luz zodiacal.
Más todavía: un corresponsal que habita un pueblo del Sur de la Provincia a veinte kilómetros de Buenos Aires, nos comunica que hará cosa de quince días que observó del lado de Buenos Aires, i á eso de las 9 p.m. un resplandor de luz blanquecina, cómo el reflejo que la luz de las grandes ciudades suele proyectar en las nubes bajas, cuando se las mira desde corta distancia.
Basta con lo que queda dicho para convencerse de que algo anormal pasa, sea en nuestra atmósfera, sea en la atmósfera solar, ó en el sol mismo, que no ha faltado quien atribuya la coloración del cielo a un redoble de actividad en esa ignición solar, que por días perdurables viene prestando el calor i la vida a 1os hombres i á las plantas.