Aquí se respira los Andes. A 2.800 metros de altura, acariciando el cielo, Quito es virtud de la cadena montañosa que recorre América de extremo a extremo, columna vertebral y enigma en roca de un continente. Muy cerquita del punto que decide los hemisferios, la capital del Ecuador acumula las circunstancias de la cordillera y, asentándose en ella, le susurra el gracias. Tranquilas son sus gentes, bien andino el traje, que combinan con el latir despacio de eso que llaman “La Sierra” y que atraviesa el país de norte a sur. Un semblante, en fin, que explica por qué no hay corridas ni estrés, a pesar de los 2 millones de habitantes.
El catálogo decisivo de aquella sabia hay que buscarlo en el centro. Monumental conjunto que es considerado como uno de los cascos coloniales más grandes y mejor conservados del mundo, merced a lo auténtico del trazado y a la cantidad de construcciones que le pueblan el lomo. En ese espacio radica el alma de Quito, que se extiende luego por las avenidas, por los barrios, por el valle… y por las nubes.
Las primeras sensaciones aterrizan con calles empedradas que se acomodan a la pendiente. Viviendas a dos plantas con balcones, arcos y tejados, y veredas estrechísimas donde los paisanos caminan casi haciendo fila. Colonial, claro, y al 100%. De ahí lo de Patrimonio de la Humanidad, título ganado apenas la Unesco empezó a darlo, en 1978. Son decenas las arterias con las que engancharse. Todas comparten el semblante, ese embrujo que los españoles comenzaron a teñir desde la fundación “oficial” de la ciudad, allá por 1534. Pero cada una tiene algo especial, una seña que entre farolas y tonos pastel hace decir al viajero “una más”, y otra, y otra, sumergiéndolo en lo vital de la experiencia, adictiva la arquitectura.
Así, los pies insaciables estudiando cada adoquín, se empiezan a descubrir nombres propios, como la Iglesia y Convento de Santo Domingo (con la plaza homónima), el Monasterio de Santa Catalina, el Palacio Hidalgo, el Palacio Gangotena, la Iglesia y Convento de San Francisco (aplausos aparte para el inmenso espacio de cemento que lo antecede, en forma de plaza a la europea), la Catedral Metropolitana, la Iglesia de la Compañía de Jesús (iniciada en el siglo XVI, un canto al barroco) y el Palacio Carondelet, o de Gobierno.
Lindero a estas tres últimas obras, surge la Plaza Independencia, el corazón de Quito. Deambulan los niños que piden los céntimos de dólar (la moneda oficial en Ecuador), a cambio de una lustrada de zapatos, y las señoras que dicen que no hay que darles nada, porque después se lo dan al padre para que se emborrache con vino. Y los diálogos en los bancos con el que venga, porque a los ecuatorianos les encanta ensanchar el arte de la conversación, y son de tener buen humor e iniciar charla.
Les gusta hablar del país, ese pequeño territorio (la provincia de Buenos Aires es más grande) que tiene todo: las playas del Pacífico, las montañas de los Andes y la selva amazónica del Oriente. También disfrutan el arroz con pollo y papas fritas, que por estos pagos se consigue en cada esquina, ya sea en fondas de mala muerte, la de ancianos tomando la sopa con ojos curtidos, pulóver gastado y sombrero, o en la infinidad de locales de comidas rápidas.
Después, apenas más alejados del núcleo urbano, viene bien conocer el célebre cerro Panecillo y las espectaculares panorámicas que ofrece; la bohemia de la calle La Ronda con sus músicos y pintores; la neo gótica y colosal Basílica del Voto Nacional (nave central de casi 150 metros de largo) y el barrio San Blas. Menos cuidado pero todavía más genuino que el casco céntrico (si cabe), el suburbio bosteza entre faldeos y movimiento escaso y poético. Se extraña la compañía del local y su fecundo parloteo.
La Quito moderna
Para ir al barrio de La Mariscal, toca treparse a los buses que en Quito funcionan como si fueran trenes, con carril exclusivo (separado de los autos por muros enanos), y circuitos fijos y bien delimitados. El chofer también charla (obvio), y comparte la opinión del grueso de sus compatriotas: el gobierno socialista (en el poder desde 2007) es soberbio y autoritario, aunque “le ha cambiado la cara al país”. Lo que el viajero percibe en general, en la capital y en el resto de la nación, es un orden y bienestar poco frecuentes en el universo de las naciones andinas. “Claro que en un país tan pequeño es más fácil”, acota el conductor.
El coche sortea el Parque Alameda, el Parque El Ejido y arriba a La Mariscal. Allí, la ciudad muestra su cara más moderna, con un mercado artesanal que no se adapta a los bares y restaurantes caros, los hoteles y las pintas foráneas de la Plaza Foch. Por suerte anda cerca el teleférico, el que lleva a las faldas del Volcán Pichincha donde, en 1822, las tropas del general Sucre vencieron definitivamente a los realistas. Desde arriba, Quito se ve fabulosa. Igual que los Andes.
En la mitad del mundo
Otro bus hay que tomar para llegar a la famosa Mitad del Mundo, ubicada un par de horas al norte del centro. En el camino, un humorista se sube y empieza a hablar y hablar, cuenta anécdotas, chistes, se burla del tipo con cara de serio, de la señora y el celular y, en muy buena ley, obtiene un apetitoso botín. Mariano se llama, y es uno de los cientos de miles de ecuatorianos que se ganan la vida en la calle.
Después del show y los paisajes que siguen involucrando a las montañas, aparece el destino. Se trata de la pequeña ciudad que aloja al Monumento a la Mitad del Mundo, una obra que sirve para marcar, de forma simbólica, la línea del Ecuador. Los turistas se sacan la clásica foto con un pie en el hemisferio sur y el otro en el hemisferio norte, sin saber que la verdadera traza del Ecuador reside a unos 200 metros de allí. En todo caso, poco importa. La sola idea de estar tan cerca del punto donde el mundo se divide en dos, despierta curiosidad y fascinación.
El resto del parque, de manifiesto estilo colonial, contiene museos, además de locales comerciales de artesanías y restaurantes. En cualquiera de ellos se puede pedir el “Canelazo”, una bebida hecha con aguardiente y canela que es muy típica del país y que se sirve caliente. El viajero se lo toma de un saque y hace una mueca mientras aprieta los dientes, igualito que los viejos de Quito.