Durante mucho tiempo creímos, incluso los más admiradores, que Joaquín Lavado le había dado la espalda a su provincia. Que como se tuvo que ir a trabajar a Buenos Aires de muy joven, se olvidó con rapidez del pasado en su Guaymallén natal. Que por eso, quizá, no hay una sola mención en sus viñetas a las acequias, las hileras, ni una mísera referencia geográfica a la parte del globo que lo vio nacer. (Esto también se preguntaba el dibujante porteño Rep en el prólogo del libro "Toda Mafalda": "¿Qué pasa que no aparece -en las tiras-, ni remotamente, la Mendoza natal de Quino? No pretendo un Amarcord, pero, mi viejo, ni una sola acequia, ni un paisaje, un aroma, una vid, algo…". Que Quino no le haya contestado entonces no hizo más que agrandar el mito de que, de tan universal, Lavado había "dejado" de ser mendocino).
Hace 10 años, por un artículo para la revista Rumbos, lo llamé a Madrid, donde vivía, y le pregunté, de una, si todo esto que se decía era cierto. Si había construido su carrera sobre olvidos. En definitiva, si era verdad que había exorcizado la nostalgia simplemente dejándola atrás: "No, estimado -me dijo por teléfono, casi como retándome- ¡Obvio que añoro Mendoza! Y los primeros años la extrañé mucho más. Pero todavía extraño los cielos de noche con tantas estrellas. El verano paseando por los barrios, esos jardines con olor a jazmín... Sí, todo eso extraño mucho. Regar las plantas del patio, trepar la escalera para subir al parral a comer uvas… Teníamos una gran higuera en el patio de casa. Viví siempre en San José, primero en una casa de la calle 12 de Octubre, y después en Saavedra 318. Esta casa se terminó de arruinar con el terremoto de Caucete. Una vez, recuerdo, volví a Mendoza y vi toda la casa destruida. Entré como pude -se había caído parte del techo- y logré recuperar un trozo del empapelado del dormitorio de mis padres, que hoy atesoro".
Y entonces, ¿por qué Mafalda es tan poco de aquí y tanto de todas partes? ¿Por qué nunca entre las tiras un Cerro de La Gloria, una ancha avenida arbolada, ni una montañita? "Es muy sencillo -me dijo lleno de paciencia, hace una década-, cuando yo hice Mafalda vivía en San Telmo, Buenos Aires, y más o menos copié la geografía del barrio en que yo vivía. Las empalizadas de los baldíos, con las plantitas que crecen en las cornisas, los adoquines... La acequia, por ejemplo, no es algo muy conocido fuera del ámbito de Cuyo. Cuando llegué a Buenos Aires, entre otras cosas, me tuve que adaptar a una manera de escribir que no era la mía y tuve que dibujar también cosas que no eran familiares para mí. Fue todo un trabajo. Pero me pasó hasta en la vida cotidiana. Para mí ya no era 'aliñar la ensalada', sino prepararla; no era 'canilla', sino surtidor".
Y aclaró: si Mafalda no lucía como mendocina, ¡tampoco como porteña!: "Porque yo siempre fui un argentino atípico. El barrio en el que yo me crié era muy especial; era como si me hubiera criado en el Mediterráneo. Mis padres y mis tíos eran todos andaluces, el carnicero era español, el verdulero era italiano, además pasaban sirio libaneses vendiendo cosas... Mi contacto con la Argentina empezó recién cuando yo ingresé en la escuela primaria. Y claro, nunca fui un argentino de manual, de tomar mate, de hacer asados, de bailar tango. Los problemas que he tratado de pintar siempre fueron universales. Además, mi infancia fue muy influenciada por la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo que en la primera página del diario Los Andes siempre estaba la guerra, con todos los mapas y los combates. Luego estuve en una escuela primaria fantástica (Guillermo G. Cano, de Guaymallén), donde tenía que dibujar mapas de todo el planeta, y todos los ríos. Cosas que ya no se estudian. ¿Qué saben los chicos hoy dónde queda Gibraltar? Yo lo tuve que estudiar".
Diez años después de aquella charla, con problemas de salud, Quino decidió volver a sus pagos, cerca de su familia; vive entre nosotros desde noviembre de 2017. Esta semana fue homenajeado con la inauguración en la Arístides de un paseo que incluye estatuas de Mafalda, Susanita y Manolito. Es bueno sentir que, un poco, las cosas vuelven a estar en su lugar. Que la vida puede cerrar algunos círculos, y que nosotros, los mendocinos, los descreídos, los hoscos, los olvidadizos, podamos arropar más a aquellos de los nuestros que supieron conquistar el mundo.
Porque Quino, como tantos otros, nunca dejó de ser mendocino; simplemente se volvió universal.