En 1640 Francisco de Quevedo, de nuevo preso "con gran rigor", sale al paso desde su celda en el Convento de San Marcos de León (hoy Parador de Turismo), de la cuestión de la rebelión de Cataluña que había estallado el 7 de junio de ese mismo año en Barcelona para transformarse al poco en guerra de separación.
Quevedo, algo incomunicado por la estrechez carcelaria, verá en esta "rebelión de Barcelona", influido sin duda por el Aristarco de Francisco de Rioja (bibliotecario del Conde Duque y autor del panfleto que representó la respuesta oficial contra la rebelión catalana), una lucha miserable en favor del privilegio oligárquico local que el rey, Felipe IV, tampoco castigó con demasiada contundencia.
Así el argumento de Quevedo en contra de la rebelión es claro. Por lo mismo por lo que ciudades y señoríos del Principado habían ganado meritoriamente privilegios, exenciones y libertades, ahora, por demérito de situarse en 1640 contra el rey, debían perderlos: "Muchos fueros y privilegios leí tan diferentes de como os alegan, que los desconocí; y siendo los mismos, los tuve por otros. No los alegan como los tienen, sino como los quieren. Esto es concederse privilegios; y yo certifico que no tienen privilegio ni fuero para poder concederse a sí mismos ni lo uno ni lo otro. [...] Luego no es por el fuero. Dicen (yo se lo oí cuando estuvo en Barcelona su majestad) que sus fueros y privilegios todos habían sido premios de grandes y fidelísimos servicios a sus condes, y esto blasonándolo. Pues digo yo con Aristóteles: Contrariorum eadem est ratio (una misma es la razón de los contrarios). Luego por deservicios e infidelidad se pierde lo que por fidelidad y servicios se gana. Y si nadie se presume que concede privilegio contra sí, y el que concede ni debe ni puede conceder el mal uso de lo que concede, los catalanes no deben tener los que tuvieron ni los que presumen". (Quevedo, La Rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero, en Obras completas, Prosa, páginas 1050-1051).
Mutatis mutandis, y tratando de traducir las razonables posiciones de Quevedo a la situación actual, hemos asistido tras la concesión autonómica catalana -que arranca desde la Mancomunidad de 1914, pasando por el Estatuto del 32, el del 79 y llega hasta el actual en vigor de 2006-, a constantes abusos por parte de los representantes del catalanismo político cuando estos ocupan esas magistraturas autonómicas, convirtiendo sistemáticamente a las instituciones regionales en un ariete del separatismo.
Y es que el catalanismo pervierte y desvirtúa (corrompe, en fin, aunque tal corrupción no esté penalizada) el sentido institucional de Parlamento y Gobierno regionales al buscar en ellos (transmutados en Govern, Parlament, President) una representatividad soberana, de apariencia "nacional", que sin embargo no existe ni puede existir, por más que se apele al "diálogo" o a la "negociación" para darla por buena.
Cuando, además, esta búsqueda toma ya cuerpo jurídico en esa dirección "soberanista" -lo que ha venido denominándose "procés"-, entonces termina siendo disolvente para la única Nación realmente existente, la española, de cuya acción soberana, y solo de ella, emanan dichas disposiciones estatutarias administrativas regionales.
De este modo, resulta que es la propia constitución autonómica de España aquello que, particularmente en determinadas regiones, está alimentando la hiedra del separatismo, y matando, a su vez, el tronco común del árbol nacional, sobre todo cuando dichas instituciones son ocupadas por miembros de partidos políticos en cuyos programas figuran planes para la formación de un nuevo Estado -así la recién declarada "república catalana"- a partir de un fragmento regional de España.
Y lo hacen, insistimos, aprovechando todos los mecanismos institucionales autonómicos que ya están funcionando y que, en el fondo, se formaron para que los nacionalismos actuasen en ellos "como si" cada autonomía fuera un estado de hecho.
Esta auténtica anomalía es la que, creemos, no dejará de producir nuevos "1-O", nuevas tentativas de golpes de estado separatista, al llevar dichos partidos en sus programas la semilla de la división.
Así que, si el gobierno español con el art. 155 (o los tribunales, o el Rey, o la multitud en la calle) lograra tumbar esta intentona golpista derivada del 1-O, el Estado Autonómico, como escenario de operaciones de la acción sediciosa de estas facciones separatistas, volverá a producir nuevos 1-O: las elecciones del 21-D no representan, en este sentido ninguna solución, al contrario, pueden profundizar aún más en la crisis si, contempladas como un plebiscito, las gana el separatismo.
Siguiendo, pues, el argumento quevediano, y dado que la Autonomía catalana es una "concesión" del Estado, se supone adquirida por razones históricas, lingüísticas, culturales (y no el resultado de una supuesta soberanía catalana inexistente), dicha concesión debiera ser retirada al haber abusado de sus prerrogativas y poner a la Nación en riesgo, cierto, de descomposición.
De acuerdo con ello, ni por el fuero autonómico, ni menos aún por el pretendido huevo nacional (soberano), inexistente, debiera permitirse poner de nuevo Parlamento y Generalidad en manos de los representantes de dichos partidos. Es más, conociendo el carácter faccioso y sedicioso de sus acciones (algunos están cumpliendo penas de cárcel por ello), debieran, incluso, suspenderse Parlamento y Generalidad antes de permitir que esta gente, que persiste en su acción sediciosa (así lo siguen anunciando), vuelva a ocupar magistraturas autonómicas.
Y es que, dicho quevedianamente, "el que concede ni debe ni puede conceder el mal uso de lo que concede", de modo que, en definitiva, "los catalanes no deben tener las concesiones (autonómicas) que tuvieron ni las (nacionales) de las que presumen", por lo menos, mientras el Estado no pueda garantizar un buen uso, y no un abuso, de las mismas.