Por Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar
La Constitución mendocina de 1916 debe su solidez formal y de contenidos en gran medida a que se trató de un programa político realizado por la parte más conciliadora de la élite mendocina de principios del siglo XX, cuando se buscó limitar, sino eliminar, a los gobiernos de familia que habían conducido Mendoza durante la segunda mitad del siglo XIX.
El resultado de dicha Carta Magna local fue tan extraordinario que desde su sanción y hasta la actualidad, jamás se pudieron volver a instalar en la provincia ni el nepotismo ni el caudillismo como formas de gobierno. Y estamos hablando de un país donde de manera frenética y creciente esos estilos políticos se están consolidando fuerte, tanto a nivel nacional como en la mayoría de las provincias.
Si hoy existe algún intersticio por donde se está colando en Mendoza esa enfermedad del gobierno familiar es por los municipios, precisamente porque la Constitución de 1916 vio a las comunas como uno de los remedios descentralizadores para luchar contra el nepotismo provincial. Pero, con el tiempo, y ante la imposibilidad de imponer el caudillismo hereditario en el gobierno de la Provincia, las tendencias culturales nacionales se infiltraron en Mendoza vía las intendencias.
Debido a eso, cuando se habla de reforma constitucional, más que referirse a cambiar los contenidos de una carta magna aún muy actual, quizá habría que comenzar por profundizar, ampliar lo que la Constitución de 1916 tuvo de bueno y ponerle un parate al nepotismo localista que viene creciendo en los municipios, estableciendo límites a la reelección del intendente y la prohibición de que sea sucedido por sus parientes.
Así Mendoza se pondría a tono con su propia historia en vez de retroceder influenciada por ese autodenominado “proyecto nacional” que impuso una pareja sureña que hasta sueña con continuarse en su hijo.
De ese modo, también iniciaría un proceso que nos pondría al frente de ese nuevo país que alguna vez surgirá, en el que las instituciones sean más importantes que los hombres y no tengamos que debatirnos entre hermanos como en San Luis, o entre esposos como en Santiago del Estero, o con gobernadores con más de 20 años continuados, como en Formosa.
Para no citar más que tres de una lista inmensa y en aumento.
En una vieja película italiana que más de una vez hemos citado porque su parecido con la realidad argentina actual es cada vez más sorprendente, se verifican los efectos del nepotismo. Nos referimos a “La Armada Brancaleone”, en la que en una ocasión el grupete de fracasados protagonistas llega a un reino oculto gobernado por una familia cuyos integrantes decidieron no mezclar su sangre con nadie, salvo con ellos mismos.
De allí que se forjó una comunidad donde todos eran parientes. Su encerramiento social, cultural y genético lo único que produjo es una raza de seres débiles, incapaces de contactarse con el exterior y propensos a todas las enfermedades. Es lo que suele pasar con las sociedades que deciden prolongar sus gobiernos mediante lazos sanguíneos sin tener ni siquiera los anticuerpos que para ello tenían las monarquías, donde las aristocracias y los feudos actuaban de equilibrios, de una especie natural de “división de poderes”.
Pero en los tiempos modernos, cuando en países tan disímiles como el Haití de unas décadas atrás o la Corea del Norte del presente, se establecen “presidencias eternas” o monarquías hereditarias, lo único que se consiguen son dictaduras cada día más aisladas e ineficientes.
Esos males también son susceptibles de contagiar a las democracias, que cuando dejan de tener enfrente a peligros externos que las quieren destruir, inmediatamente aparecen peligros internos y entonces dentro de sus mecanismos institucionales se pliegan los mismos males que antes amenazaban desde afuera del sistema. Algo de eso está pasando en la Argentina hoy.
Cuesta entender que personas que se dicen reivindicadores de una cierta especie de progresismo ideológico, aunque al uso nostro, hayan actuado como lo hicieron esta semana frente a la segunda aparición pública de Máximo Kirchner, al cual trataron como un elegido, de inteligencia superior, por el solo argumento de su identificación sanguínea con los dos últimos presidentes de la república facciosa en que vivimos.
En el fondo, el kirchnerismo en sus vertientes más personalistas y fundamentalistas (no en las más peronistas, que no saben cómo hacer para librarse de la pesadilla que les garantizó la comida durante la última década, pero que ahora aparece como quien se la puede quitar durante la próxima década) no confían en nadie para la sucesión.
Al candidato más posicionado, Daniel Scioli, lo ven como algo más que potencialmente traidor, más aún ahora que sobreactúa kirchnerismo cuando jamás tuvo ese estilo ni esa ideología de hacer política. Los otros no tienen chances, pero de tenerla nada garantiza que serían mucho menos traidores que Scioli apenas se alcen con el gobierno. Por ende, para una lógica como la kirchnerista, no queda mucho más que la reelección indefinida o la sucesión parental, y en sus vertientes más cercanas posibles (hijos, esposos), porque ya entre tíos o primos también anida la traición.
Por eso, y aunque se intente ver si es posible filtrar a Máximo por las formalidades democráticas a fin de comprobar si en un país institucionalmente arrasado el nombre hereditario puede funcionar como sustituto para mantener las prebendas de la élite gobernante, en toda esta reivindicación del Principito Máximo hay un tufillo cultural ideológico que hace recordar al momento en que Kim Jong-il impuso a su hijo Kim Jong-un como heredero en Corea del Norte, o cuando el presidente vitalicio François Duvalier (Papá Doc) impuso a su hijo Jean-Claude Duvalier (Baby Doc) como su sucesor vitalicio en Haití.
Un país comunista y una republiqueta bananera con el mismo régimen de sucesión, a los que culturalmente quisiera copiar una democracia cuyos conductores actuales consideran variantes revolucionarias a los nepotismos, los caudillismos feudales, las monarquías hereditarias, las teocracias y los regímenes de partido único.