Los econonerds aguardan ansiosos cada nueva edición del “Panorama económico mundial” del Fondo Monetario Internacional. No importan las proyecciones. Lo que esperamos son los capítulos analíticos porque siempre son interesantes y hasta provocadores. Este último no es la excepción.
En particular, el Capítulo 3 -aunque se anuncia como análisis de tendencias en las tasas de interés reales (ajustadas a la inflación)- argumenta, en efecto, sobre un caso absorbente para incrementar los objetivos inflacionarios por arriba de 2%, la norma actual en países avanzados.
El mes pasado, en el blog del Fondo -sí, tiene uno-, se discutieron los problemas creados por la “lowflation” (inflación baja), que son casi tan destructivos como la deflación declarada.
En una edición anterior de “Panorama económico mundial”, se analiza la experiencia histórica con la deuda elevada, y se concluye que les fue mucho mejor a los países dispuestos a permitir que la inflación erosionara su deuda -incluido Estados Unidos- que a los que, como Gran Bretaña después de la Segunda Guerra Mundial, se aferraron a la ortodoxia monetaria y fiscal.
Sin embargo, es evidente que el FMI no se siente capaz de decir abiertamente lo que implican sus análisis. En cambio, el informe recurre a eufemismos que preservan la negación: el análisis “podría tener implicaciones para el marco apropiado de la política monetaria”.
Entonces, ¿qué hace que lo obvio no se pueda decir? En un sentido directo, lo que estamos viendo es el poder de la creencia popular. Sin embargo, ésta no surge de la nada y cada vez estoy más convencido de que nuestro fracaso para lidiar con el desempleo elevado tiene mucho que ver con los intereses de clase.
Primero, hablemos del argumento para una inflación mayor.
Muchas personas entienden que un nivel de precios en descenso es algo malo; nadie quiere convertirse en Japón, que ha batallado con la deflación desde 1990.
Lo que se comprende menos es que no hay una línea roja en el cero: una economía con 0,5 por ciento de inflación va a tener muchos de los mismos problemas que una con el mismo porcentaje de deflación. Por eso es que el FMI advirtió que, debido a la “lowflation”, Europa está en riesgo de un estancamiento al estilo japonés, aun cuando la deflación literal no ha sucedido (todavía).
Resulta que la inflación moderada sirve a varios propósitos útiles. Es buena para los deudores y, por tanto, buena para la economía en su conjunto, cuando el exceso de deuda es un lastre para el crecimiento y la generación de empleos.
Alienta a las personas a gastar en lugar de guardar el dinero. De nuevo, algo bueno en una economía deprimida. Puede servir como una especie de lubricante económico al facilitar el ajuste de salarios y precios de cara a una demanda cambiante.
Sin embargo, ¿qué tanta inflación es apropiada? La inflación europea está por debajo de uno por ciento, lo cual es, claramente, demasiado bajo, y la estadounidense no es mucho mayor. Sin embargo, ¿sería suficiente retornar a dos por ciento, el objetivo inflacionario oficial tanto en Europa como en Estados Unidos? Casi seguro que no.
Como se ve, expertos monetarios conocen desde hace mucho el caso de la inflación moderada pero, allá en los 1990, cuando el objetivo del 2% se convertía en ortodoxia política, pensaron que ese porcentaje era suficientemente alto para funcionar.
En particular, pensaron que era suficiente para hacer que las trampas de liquidez -los períodos en los que hasta una tasa cero de interés no es lo suficientemente baja para restablecer el empleo pleno- fueran muy raras. Sin embargo, Estados Unidos ahora ha estado en una trampa de liquidez por más de cinco años. Es claro que se equivocaron los expertos.
Más aún, como muestra el informa más reciente del FMI, hay evidencia contundente de que los cambios en la economía mundial incrementan la tendencia de los inversionistas a acumular dinero en lugar de poner a funcionar los fondos, con lo cual incrementan el riesgo de caer en las trampas de liquidez, a menos que se aumente la meta inflacionaria. Sin embargo, el informe nunca se atreve a decirlo directamente.
Entonces, ¿por qué no se puede decir lo obvio? Una respuesta es que a la gente seria le gusta demostrar su seriedad llamando a tomar decisiones duras y a hacer sacrificios (que los hagan otras personas, claro). Odian que se les den respuestas que no implican mayor sufrimiento.
Detrás de esta actitud, uno sospecha, está el prejuicio de clase.
Es frecuente que se haga referencia a lo que Estados Unidos hizo después de la Segunda Guerra Mundial -usar bajas tasas de interés e inflación para erosionar la carga de la deuda- como ejercer una “represión financiera”, lo cual suena mal.
Sin embargo, ¿quién no preferiría una inflación modesta y un poco de erosión en los activos, al desempleo generalizado? Bueno, ya saben quiénes: los del 0,1 por ciento que reciben “sólo” cuatro por ciento de los salarios, pero representan más de 20 por ciento de la riqueza total. Una inflación modestamente más alta, por decir, de cuatro por ciento, sería buena para la gran mayoría, pero mala para la superélite. Adivinen a quién le toca definir la creencia popular.
Bien, no creo que el interés de clase sea todo poderoso. Buenos argumentos y buenas políticas prevalecen, a veces, aun si dañan al 0,1 por ciento. De otra forma, jamás habríamos conseguido la reforma sanitaria.
Sin embargo, sí necesitamos dejar claro lo que está pasando y darnos cuenta de que en política monetaria, como en muchas otras cosas, lo que es bueno para los oligarcas no lo es para Estados Unidos.