Estábamos desprevenidos disfrutando de un otoño plácido con temperaturas sumamente agradables cuando el invierno nos castigó de una manera despiadada. Despiadada y desubicada porque todavía no es invierno. Una mano polar se posó por sobre nuestras anatomías y obligó a buscar refugios de distintas índoles.
Entraron a funcionar las frazadas, que estaban muy bien guardadas, y en materia de pilchas se cambió elegancia por protección y entonces aparecieron los abultados tapados y sobretodos, las camperas reforzadas, sobre todo esas con rollitos que nos visten de Michelín; las medias protectoras, de las gruesas que hacen que te duela el zapato y algunos adminículos extremos como las antiguas camisetas de frisa, los calzoncillos largos y las gorras protectoras de testas, algunas que entran en la categoría de ridículas, pero abrigadas. El tipo se disfrazó de frío y es tan convincente el disfraz que uno lo mira al tipo y le da frío.
El viento del sur actuó como una cachetada gélida y uno sufría el ofri a pesar de los abrigos porque siempre queda un resquicio por donde se cuela el aliento helado, como un chijete que es incontrolable y modifica la temperatura de todo el cuerpo. La cara es la que más sufre porque es la que anda a cara descubierta. Deberían inventarse anteojos para invierno que nos cubrieran toda la cara de ser posible hasta las rodillas.
Entonces, con el frío que golpea los vidrios entran a hacer horas extras las estufas de gas, las estufas eléctricas y las hornallas de la cocina que ayudan bastante a este asunto de mantener una primavera puertas hacia adentro. Todas las variantes conllevan un gasto, de gas o de electricidad. Y ahí mismo reside una forma de encontrar calor porque es muy usual, calentarse mirando las facturas que nos llegan de los servicios, es la mejor manera de calefaccionarse.
El problema sobreviene cuando el despertador le bocinea que son las siete de la mañana.
Hay dos actividades que son sacrificadas en estas circunstancias. Una de ellas es bañarse. Es que uno liga al agua con la frescura y entonces echarse más frío encima es una especie de masoquismo doméstico. Para colmo, para ducharse, porque la ducha es mínima, hay que desnudarse primero y esto ya sí es un asunto serio. Porque, a pesar de que adentro esté confortable y calentito verse desnudo cuando afuera acosan los dos grados bajo cero es una especie de tortura mental, uno no lo siente al frío en la piel, lo siente en la mente y para esto no se ha inventado abrigo todavía.
Y la segunda circunstancia ocurre cuando tenemos que levantarnos a horas tempranas de la mañana como le ocurre a la mayoría de las personas que habitan este territorio. Porque durante la noche uno contrajo el calor. El tipo se vistió para dormir, esto es algo especial que merece un análisis.
Porque en las temporadas de calor evidente uno se desnuda para acostarse, en cambio en estos tiempos uno se viste para lo mismo. Se pone piyamas de los más ridículos, medias más ridículas todavía echa encima de la cama todo lo que puede servirle de abrigo, aún las cortinas del living que son bastante pesadas. Y logra la placidez buscada, y se duerme tibiecito, tibiecito, con una tibieza que le procura alegría, porque piensa, allá afuera andan las estalactitas y yo estoy tan calentito aquí adentro, en esta cuevita protectora.
El problema sobreviene cuando el despertador le bocinea que son las siete de la mañana y tiene que levantarse. ¡Qué momento por favor! No creo que haya película de terror que provoque más terror que ese momento del día. Uno tiene que ser muy valiente, muy corajudo para enfrentar esa realidad. Debe ser uno de los momentos más traumáticos en la vida del tipo. En fin, debería haber psicólogos que trataran los despertares de invierno.