"Hay días buenos y de los otros, pero lo que más vas a encontrar acá es paciencia ¿Sabés lo que es estar parado al costado de la ruta, viendo pasar autos y sin vender un peso? Eso es paciencia", dice Eduardo (36) mientras acomoda unas conservas sobre el capot de su Fiorino, que hace las veces de mostrador: "Igual, de acá no te podés mover porque te fuiste y capaz que justo ahí paró el tipo que te iba a comprar $ 500 en mercadería".
Desde temprano y hasta que cae la tarde, Eduardo vende productos regionales a un costado de la ruta 7. No es el único y como él, más de una docena de hombres y mujeres con distinta suerte, se ubican en ese tramo de 40 kilómetros de camino dominado por el paisaje agreste y desolado, que se extiende entre la salida del departamento de San Martín y el paso por Santa Rosa hasta La Paz.
Un puesto hecho de palos y de ramas
Eduardo no tiene local ni depósito para su mercadería, tampoco un predio propio y como tantos, decidió armar su puesto donde le pareció oportuno.
Así, cerca del kilómetro 959 de Las Catitas, tomó como propia una vieja enramada que algún otro armó con paciencia y que más tarde abandonó.
“Cuando llegué por primera vez, esta sombra ya estaba; solo acomodé los palos y me instalé debajo”, recuerda, casi como pidiendo disculpas si hubo intromisión: “Nadie ha reclamado”, aclara por las dudas, y explica que lleva dos años allí, que tiene cuatro hijos y que ese es su ingreso de dinero.
Unos kilómetros hacia el este aparece el Rastrojero de Victorio Palacios (70), el hombre ha "encarpado" la caja del vehículo y allí mismo acomoda su mercadería: duraznos en conserva, frascos con aceitunas o con tomates, mermeladas y aceites, también vino patero y todo ese amplio conjunto de productos caseros que la gente reconoce como "regionales".
Victorio está jubilado y lleva 20 años ocupando el mismo pequeño espacio al costado de la ruta, que aunque sea por esa insistencia ya podría considerarse suyo, aunque -como toda banquina- pertenece a Vialidad.
Con excepción del domingo, cada mañana él estaciona allí su vieja camioneta, exhibe su mercadería y pasa la mayor parte del tiempo acompañado por la radio y (un rato nomás, al mediodía), por su mujer, quien le acerca el almuerzo.
En Las Catitas Victorio tiene un galpón de empaque que lleva años sin funcionar: "Cuando lo cerré, me vine a la ruta a ofrecer lo que da mi finquita", cuenta: "Cerré el empaque porque nos llenaron de impuestos y no hay créditos ni forma de trabajar. Quisiera que usted viera el lugar... las máquinas paradas... Una pena", se lamenta mientras ceba un mate amargo.
Lejos del pueblo y a veces de cualquier casa, la soledad y la incomodidad de estar a un costado del camino curten el espíritu de esos vendedores, especialmente el de aquellos sin salón y que se las arreglan con poco: el auto como depósito y refugio, alguna mesa para la mercadería, una sombra –de ser posible– y una pizarra para anunciar la oferta.
“Para vender, prefiero el invierno, porque cuando hace frío, con un fogón alcanza, pero con 40º, el calor es insoportable”, cuenta María Isabel, quien trabajó en una estación de servicio hasta que la despidieron, y desde ese entonces se armó un puesto de regionales cerca de El Mirador.
Rosa es su socia y, juntas, hace días que montan una enramada para protegerse de la intemperie: cortan de un cañaveral a 300 metros y, con más maña que técnica, entrelazan un pequeño refugio.
Llevan unos meses allí y nunca han sabido quién es dueño del terreno o si el lugar pertenece a Vialidad: "Empezamos de cero, con las cosas debajo de esa mora", dice Rosa mientras señala una planta seca por el invierno; un poco más allá cruza una hijuela, de la que sacan agua para regar el suelo y mantenerlo fresco. "Este regional no tiene nombre, pero podría llamarse 'El Sacrificio', ¿no?", apunta, sonriendo.
No lejos de allí, María Laura tiene su puesto de "regionales" junto a la casa en la que vive. El lugar se llama "Doña Elvira" en recuerdo de la mujer que empezó el negocio.
"La situación está mala", dice detrás del mostrador lleno de cosas y junto a un cartel que advierte: "Niños rompen, padres pagan".
Le pregunto por épocas mejores y se entusiasma: muestra fotos con los músicos Antonio Ríos y Alcides, cuenta de la visita inesperada de artistas que han parado de casualidad buscando refrigerio. Recuerda también las dos veces que el Indio Solari tocó cerca de allí, en el autódromo de San Martín: "En esos días vendíamos todo el tiempo, vino especialmente".
En general, parte de lo que ofrecen estos puestos lo producen los mismos vendedores y al resto, lo compran en Santa Rosa o San Martín. Así, los regionales mueven otras economías, como las de artesanos y talabarteros.
En la ruta, los clientes suelen ser siempre los mismos: turistas que salen de la provincia o camioneros que cruzan el país y la constancia de unos y otros se premia en los precios: “El camionero es fiel, siempre se baja a comprar algo y entonces le hacés una atención”, explica Rosa, mientras acomoda unas cañas del refugio cuando el calor empieza a apretar.
A pocos metros, sobre la ruta, los vehículos van y vienen, rápidos e indiferentes.
A un lado de las leyes laborales
Los puestos regionales son atendidos por sus dueños o, en todo caso, por alguien de la familia y es difícil que se contrate a un empleado. Tal vez no tanto por la falta de trabajo como por las leyes laborales.
“Hace algunos años, la comuna de Santa Rosa mandó dos chicas a darme una mano. Parte del sueldo lo pagaba yo y el resto el municipio” recuerda Graciela.
Al final, reconoce lo que parece una obviedad: “Pero en un momento me pidieron ponerla en blanco a nombre del local y la verdad es que los costos no dan. La chica se fue”.
Pelearle a la inseguridad
La inseguridad suele ser un problema para los vendedores de productos regionales apostados a una orilla de la ruta 7, en especial para quien tiene un local.
El negocio de Graciela es un predio de media hectárea en Las Catitas donde levantó un amplio salón. Es uno de los regionales mejor montados de la zona y allí ofrece de todo un poco: desde comestibles y conservas hasta alfombras de cuero, camperas y mates; también hay cuchillos artesanales, piedras energizantes, plantas y hasta peces de colores que cría en un estanque. Todo a puro esfuerzo
En el último mes le robaron dos veces y en lo que va del año otras cuatro. Los robos siempre incluyeron destrozos importantes al local y pérdidas que terminaron siendo aún mayores. La Policía no consiguió resolver los robos ni detener a alguien. “Tengo alarma, cámaras y perros, pero igual me roban”, se lamenta.