Un puestero resiste el avance de barrios y urbanizaciones

Ernesto “Chiquito” Quiroga se instaló hace 40 años en una zona hoy muy poblada y cotizada por emprendimientos inmobiliarios.

Un puestero resiste el avance de barrios y urbanizaciones
Un puestero resiste el avance de barrios y urbanizaciones

Ernesto Leonides “Chiquito” Quiroga (67) es uno de los tantos puesteros que habita el pedemonte mendocino, en su caso en Godoy Cruz. Representa al hombre simple, en contacto con la naturaleza, que ha vivido tomando lo que le cedía el medio agreste de la serranía y que reivindica su deseo de morir en el entorno natural que eligió para habitar.

Se instaló en la zona donde ahora está el barrio La Estanzuela en 1973, cuando tenía 26 años. Un paisaje árido con mucha piedra pero con una especial belleza, aire puro y donde florecen los chañares y la jarilla. También con algunas manchas de verde, fruto de vertientes naturales u ocasionales pérdidas de agua del acueducto mayor que pasaba (y pasa) hacia la ciudad proveniente de Potrerillos.

Los signos de la civilización eran pocos por aquellos tiempos: ese conducto de líquido y una línea de alta tensión (con los años se construyó otra, de 132 Kv, que actualmente cruza al oeste del puesto de “Chiquito” y las casas del gran barrio de 51 manzanas).

Hoy la escenografía ha cambiado notablemente, con la construcción del centro comercial Palmares, el barrio Fuchs y otros aledaños, y sobre todo a partir del trazado del Corredor del Oeste. También con el desarrollo del complejo Palmares Valley, aunque este emprendimiento está más al sur. Pero por entonces, a principios de los ‘70, no había nada más que la agreste y singular topografía de la montaña.

En la actualidad, este hombre y su familia están casi “cercados” por las urbanizaciones que se han al extendido por las estribaciones montañosas. Allí habita en un predio de más de 6 hectáreas con su esposa Rosa Martínez (62) y sus hijas Natalia (22) y Daniela (25), ambas estudiantes de Enfermería, y su nieto Elías, hijo de la primera.

Quiroga y los suyos viven intranquilos, tras haber quedado en una codiciada franja pegada a La Estanzuela, y donde futuros desarrollos inmobiliarios cambiarán la fisonomía que él conoció, virgen, sin más sobresaltos que el canto de las aves del lugar y el silencio de la precordillera.

Hace 40 años, un joven “Chiquito” decidió instalarse en lo que era un páramo, tomando como vivienda la carrocería de un colectivo. Se fue abriendo paso plantando árboles, cercando como pudo el “lote” y tomando el agua del acueducto que pasaba cerca. También hizo una pileta y se radicó “para siempre”.

El hombre de los pájaros

Un accidente laboral le marcó ese destino de montaña. “Yo vivía en Villa Marini y trabajaba en el ex Matadero Frigorífico Mendoza (que funcionó hasta los ‘80). Cargando una media res de vaca (más de 50 kilos) me lesioné la espalda para siempre y ya no pude hacer grandes esfuerzos”, cuenta debajo de los forestales que él mismo plantó: álamos, aguaribay y eucaliptus.

-¿Cómo fue que empezó a venir para aquí?

-Al no encontrar empleo, venía a pillar pajaritos que luego vendía. Había y todavía hay zorzales, sietecuchillos o picahuesos, piquitos de oro... una variedad muy grande. Venía caminando, a veces solo, a veces con algún amigo.

-¿Qué había por aquí?

-Todo era pelado, pura bajada, cerro, bajada. El que estaba era el (barrio) Foecyt. Un día le dije a mis viejos ‘yo me voy para arriba’ y aquí me tiene. Por ahí volvía a mi casa, pero siempre regresaba. Me traje un micro para vivir, cargándolo en un camión. Luego empecé a plantar árboles, a hacer los corrales y una huerta para comer, que ahora no la tengo.

En 1984, Quiroga trajo a vivir a su esposa Rosa Martínez, y la familia se amplió luego con las dos hijas. Cuando el área, que pertenece al distrito Presidente Sarmiento, comenzó a cambiar por las urbanizaciones que se instalaban, principalmente La Estanzuela, el montañero siguió viviendo allí, con su rutina de proveerse el sustento con lo que le daba el campo, y criando conejos y gallinas.

Perros y caballos

Otra de las formas de ganarse la vida de esta familia fue la cría de cerdos. Hasta tuvieron un chancho jabalí, pero esa actividad se cortó cuando la prohibió el municipio. Otra manera de obtener dinero fue el alquiler de caballos para hacer excursiones  a “la sierra”, poniendo en práctica un turismo aventura “casero” con recorrido a otros puestos más hacia el oeste, o a Blanco Encalada.

“Es lo que nos da de comer”, explica el hombre, de hablar pausado y voz ronca, más reticente que locuaz. Eventualmente, el campo se alquila “para varear” caballos y hacer actividades ecuestres.

Una compañía infaltable son los perros: “Son nuestra defensa porque no nos manejamos con armas, nos avisaban si viene alguien”, afirman los Quiroga, que hoy tienen 22 canes. “Cuando alguien me busca, me llaman o me chiflan desde el cerrito y yo los calmo para que baje el visitante”.

El tema de los caballos lo tuvo a mal traer en la época en que el robo de ganado y equinos era moneda corriente, a fines de los ‘90 y comienzos de 2000. “Me faenaron muchos caballitos”, cuenta “Chiquito” mirando con su rostro curtido de ojos claros. “Y también me robaron una vaca. No se podía hacer nada contra los cuatreros”.

Cuando la empresa que construyó La Estanzuela (que data de 1986) lo quiso sacar, entabló un juicio contra el IPV, que había recibido en donación todas las tierras, incluida la parcela que ocupaba este hombre con su familia. Esa demanda, que se inició en los ‘90, aún continúa en parte.

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Quiroga dice que nadie pidió por las tierras cuando él se instaló y empezó a forestar y a juntar agua. “Había que estar en este lugar, lejos de un auxilio médico y sin medios para trasladarse..., si hasta con las víboras y las arañas convivíamos... Pero aquí nos queremos quedar y en lo que a mi respecta, también quiero morir en este suelo”, añade.

De todos modos, desea que sus hijas que vivan en un barrio con más comodidades y disfruten de servicios y mejoras edilicias que él no tuvo nunca. El futuro está abierto para ellas.

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