Desde el transatlántico al avión, la tecnología nos ayudó a acortar distancias. Pero no todos tenemos la suerte de experimentar ese beneficio.
Lo digo porque en marzo de 1994 realicé mi propia locura viajera y no fue en avión ni en tren: hice Mendoza y Quito en colectivo, pasando cuatro días inolvidables rígido en un asiento, arrugado de hambre y aburrimiento.
El proyecto original ya tenía algo de psiquiátrico ambulante, porque me lancé a una gira con Darwin Díaz, un multi instrumentista ecuatoriano que residía en San Martín y al que se le ocurrió formar un dúo conmigo.
Y partimos...él con sus ocho bolsas cargadas de instrumentos y una bolsa de mandarinas y yo con mi estuche de guitarra y una valija de mano. Él tocaría como un hombre orquesta y yo lo acompañaría con mis poemas, canciones y cuerdas.
En la partida hubo una pequeña señal: Darwin apareció con un meñique quebrado y entablillado, que le impedía cargar sus propios bultos. Por supuesto, los terminé arrastrando yo.
El primer día en Chile, el colectivo no paró ni para almorzar ni para cenar, y nunca alcanzaba a comprarme algo para comer, por lo que terminé manoteando a Darwin la bolsa de mandarinas que al principio había tratado con desdén. Recién en Arica pude devorar unas papas fritas envasadas y tomarme una botellita de agua mineral.
Recuerdo que era lunes. Llegamos al mediodía a Lima e hicimos un trasbordo tan veloz de un colectivo a otro que tampoco conseguí pasar por un quiosco. A esa altura del viaje, ya desfallecía.
A la noche, luego de todo un día sobre ruedas, el bus decidió estacionarse en un parador de comidas en un pueblo costeño. No había reglas para esas decisiones.
Durante el viaje me fui enterando de que los choferes lo hacían al azar, casi caprichosamente. Paraban cuando tenían ganas de parar.
Tomé la mala decisión de pedir pescado. Fue el plato que más se demoró y cuando lo pusieron en la mesa, el resto del pasaje estaba volviendo al móvil.
Comí a las apuradas y me tragué sin querer un ají picante. Las consecuencias de esa mordedura inocente fueron nefastas para mi organismo.
30 kilómetros antes de la frontera con Ecuador, decidimos cambiar el colectivo por alquilar una furgoneta Chevy modelo muy viejo. El chofer estaba loco. Llevaba el bidón de nafta arriba del techo, atado a la parrilla. El paisaje serrano de esa parte del recorrido estuvo genial. Era hermoso. Exultante.
Llegamos a Quito a las 4 am. Al verme famélico, los parientes de Darwin me cocinaron un gigantesco desayuno típico. Lo devoré sin pudor. Adoré los frijoles salteados en un guiso de verduras; el arroz, mezclado con maduros -un tipo de banana- que me resultaron exquisitos.
Dos días después, comenzamos a tocar en un auditorio de la Universidad Tecnológica Equinoccial y en otros escenarios. Así, el viaje se relajó hacia lo artístico.
De vuelta, esta facultad que nos había arreglado clases y conciertos, nos regaló dos pasajes en avión, por lo que la situación para volver cambiaba significativamente. Pero, al final, no lo fue tanto.
Resulta que a Darwin se le ocurrió volver con un atado de cañas para fabricar flautas y por eso los carabineros chilenos nos quisieron meter presos en el aeropuerto de Santiago.
Está prohibido trasladar orgánicos. Finalmente fumigaron las cañas y zafamos de la multa con argumentos tales como "no sabía realmente lo que estábamos transportando, de lo peligroso que era" . Terminamos de discutir tan tarde que perdimos el vuelo a Mendoza, pero lo pudimos reprogramar para el día siguiente, esta vez por separado.
Puedo decir que Quito me resultó maravillosa pero llegar hasta allá, no lo fue tanto. Bien valió la pena por muchos motivos: uno, para contárselo ahora a ustedes.