“Estamos en guerra” dijo el presidente de Chile, Sebastián Piñera, sobre las ruinas humeantes del Metro.
Se trata de la misma afirmación que, después del 11-S, dijo el presidente George Bush junto a los escombros de las Torres Gemelas.
Ambos mandatarios tienen algo en común: observan atónitos un escenario que jamás imaginaron en su carrera política. Se sienten sobrepasados por una situación de una dimensión tal, que supera todo lo pensable hasta entonces.
Con 140 kilómetros de extensión, y trenes de última generación, el Metro era el orgullo de Chile. En los horarios de alta demanda, la frecuencia era de un tren cada 90 segundos. Con este medio, se aseguraba el transporte rápido y seguro de 2,8 millones de habitantes por día, en una ciudad de 6,5 millones de habitantes.
El Metro era muy apreciado por los vecinos, particularmente en los barrios populares.
Los habitantes de La Florida y Maipú debían viajar en micro dos horas diarias para ir al trabajo y otras tantas para volver. Cuando llegó el Metro, ese mismo viaje se cumplía en 40 minutos. El cambio en calidad de vida fue instantáneo. Ellos estuvieron 50 años esperando el Metro. Este llegó y les dio una efímera sensación de bienestar; dos años después, ese Metro ya no existía.
Junto con el Metro, se han dañado también otros puntos de valor simbólico: más de 100 sucursales de las grandes cadenas de supermercados, 15 de ellas incendiadas; 800 cajeros automáticos, símbolo del auge de la industria financiera. También se prendió fuego al enorme edificio de Enel, empresa de servicios eléctricos, entre otros emblemas de una ciudad trasnacionalizada.
Junto con esos ataques a puntos estratégicos, hubo también agresiones vandálicas sin sentido, como pequeños almacenes de barrio y las ferias libres donde los campesinos venden sus productos agrícolas.
Miles de encapuchados realizaron estas acciones, con piedras, palos y bombas molotov.
Hubo cierta organización para coordinar objetivos: primero, quemar las estaciones del Metro para dejar la ciudad sin transporte; al día siguiente, los supermercados, para cortar la cadena de abastecimientos.
Los hechos de violencia causaron sensación de miedo en muchos vecinos. En el modesto barrio Franklin muchos vecinos salieron a las calles con palos para defender sus pequeños comercios del ataque de los vándalos. El famoso mercado persa “Bio Bio” ofrecía una imagen kafkiana, de pobres armados para defenderse de la agresión de otros pobres.
Las palabras del presidente se orientaban, precisamente, a atender esa demanda de seguridad. El miedo generado por los actos de violencia fue el interlocutor elegido por Piñera para definir el eje conceptual de su discurso.
Al parecer, el presidente brindó menor consideración al otro costado de la rebelión: los manifestantes pacíficos.
En efecto, paralelamente a los actos de violencia, se produjo también una manifestación masiva de descontento. Decenas de miles de personas se lanzaban a las calles para expresar su disconformidad con cacerolas, carteles y pancartas. Se hicieron sentir cacerolas a lo largo de todo Chile.
Las grandes manifestaciones de protesta se habían visto antes en Chile, particularmente en 2011. Pero ahora hay tres diferencias importantes: a) la violencia; b) la ausencia de interlocutor y c) la ausencia de reclamo concreto. La violencia es novedad, porque la movilización de 2011 fue pacífica. Además, en 2011 la Federación de Estudiantes Universitarios de Chile fue la entidad coordinadora de la movilización, lo cual aseguraba un interlocutor válido con quien negociar, lo cual ahora no existe. Finalmente, en 2011 había un objetivo claro: mejorar la educación, sobre todo lograr la gratuidad. En cambio, ahora no hay ninguna causa concreta, y muchas difusas. En principio se reclamaba contra el aumento del valor del pasaje en Metro, el cual subió de $780 a $830 (en pesos argentinos, eso sería subir de $80 a $85 aproximadamente). El gobierno cedió a este reclamo y anuló el aumento; sin embargo, las protestas no han amainado, lo cual muestra que se reclama por mucho más.
En este contexto de incertidumbre, el gobierno no sabe muy bien qué hacer. Ha dictado el Estado de Emergencia, figura prevista por la constitución, que implica la reducción de los derechos y garantías, con vistas a “asegurar el orden público”. A pesar de ello, las protestas no amainaron, y el gobierno resolvió convocar a las fuerzas armadas. Miles de soldados fueron desplegados en las principales ciudades, para proyectar una imagen de poder del Estado. Además, se proclamó el Toque de Queda, que prohíbe salir de casa durante la noche. A pesar de ello, algunos desafían al poder; por ejemplo, el domingo en la noche, los manifestantes caceroleros reunidos en Ñuñoa se rehusaron a dispersarse después de la hora del Toque de Queda, en abierta rebelión frente a la orden presidencial.
La situación es angustiante y no se sabe qué puede pasar. El gobierno parece mirar solo una parte del escenario, al focalizarse en defender los bienes y servicios públicos y privados de los violentistas mediante las tropas, sin brindar mayor atención a las manifestaciones pacíficas masivas.
Mientras tanto, en las calles, los soldados no saben muy bien qué hacer. Fueron entrenados para la guerra, para usar armamento militar en conflicto con otras fuerzas armadas; no tienen competencias para manejarse ante rebeliones de civiles desarmados; o armados con palos y piedras. Muchos analistas afirman que el presidente puede solicitarles asegurar la infraestructura crítica de la ciudad; pero califican de temerario enviar a estos soldados a controlar manifestaciones de ciudadanos disconformes. Ello genera una situación muy riesgosa, de consecuencias impredecibles.