La secuencia causal de las grandes crisis económicas de nuestro país ocurre porque gastamos más de lo que podemos financiar con impuestos, incurrimos en reiterados déficit fiscales, que nos obligan a emitir dinero para pagarlo, con la inflación consecuente, o a endeudarnos para cubrir el hueco. Crece la deuda pública, a veces muy rápidamente, se torna impagable y entonces viene la triste y conocida situación, el default.
Caemos en el pozo, retrocedemos años en indicadores claves como el ingreso por habitante, y volvemos a empezar siempre de más abajo, para remontar la cuesta. Cuando logramos hacerlo olvidamos el origen de nuestro problema: el irrefrenable aumento del gasto público, gasto en gran parte inútil, ineficiente, producto de la demagogia gobernante, fuente de corrupción y del impúdico enriquecimiento de la oligarquía gobernante, de sus amigos y allegados.
Ahora, luego del notable triunfo electoral del 22 de octubre, el gobierno de Cambiemos ha anunciado importantes reformas en materia impositiva, legislación laboral y régimen previsional.
Los proyectos de reforma impositiva, sobre todo la aplicación de impuestos internos al vino, al azúcar y otros productos de economías regionales, nos han enfrascado en una ardiente discusión no sólo entre sectores afectados, sino incluso entre gobiernos de distintas provincias.
Más allá de las negociaciones en curso entre los protagonistas, gobierno y entidades empresarias, y del resultado que estas iniciativas puedan concretar en el Congreso de la Nación, pensamos que es absolutamente indispensable cambiar el foco de la discusión. Es necesario, tanto desde el punto de vista político, económico y especialmente ético, recordar y poner en claro algunos principios esenciales para no extraviarnos en la maraña de detalles y discusiones inconducentes.
Un primer punto es una verdad de perogrullo: hay que tener en cuenta que tanto a lo largo de la historia de la humanidad, como en la lógica de la discusión presupuestaria actual, el gasto público precede a los tributos. La existencia del Estado obliga a incurrir en gastos; parte de ellos indispensables para su existencia, en tanto muchos otros son discutibles y no pocos superfluos, innecesarios. De los cuales resultan beneficiados no la sociedad en su conjunto, sino algunos de los numerosos enclaves que se han apropiado de una parcela de Estado (nación, provincia, municipios, entes autárquicos, descentralizados, empresas reales o fantasmas) en beneficio propio.
Es por ello que constituye un proceso carente de lógica política y económica discutir qué impuestos vamos a aplicar sin discutir en qué y cómo vamos a gastar. La discusión a la que estamos asistiendo oculta el meollo del problema fiscal argentino de los últimos veinte años: el crecimiento del gasto en todos los niveles del Estado ha superado todo umbral de racionalidad, pero sobre todo de cualquier posibilidad de ser financiado y ser sustentable en el tiempo.
Al respecto un reciente informe de IDESA, basado en datos del Ministerio de Hacienda, observa que entre 2005 y 2015, el gasto público nacional pasó del 14% al 26% del PBI, el gasto público provincial pasó de 12% al 17% del PBI y el gasto público municipal del 3% al 4% del PBI.
Concluye IDESA diciendo: "Estos datos muestran que lo que prevaleció en la última década fue una enorme irresponsabilidad fiscal. Sumando los tres niveles de gobierno arroja que el gasto público consolidado pasó del 29% al 47% del PBI. De esta manera, el histórico crecimiento de la presión impositiva no fue suficiente para financiar semejante expansión de las erogaciones. El resultado es un desequilibrio de las cuentas públicas insostenible".
Otro especialista dice que sin el debate sobre los recursos públicos de la actual estructura de gasto de Estado, será imposible avanzar en un objetivo central como es reducir la presión tributaria récord.