Se dijo y se repitió: del copioso menú de causas judiciales que protagoniza la ex Presidenta, la del dólar futuro es la más liviana. Junto a su ministro de Economía y al directorio del Banco Central, Cristina Kirchner está acusada de haber “regalado” miles de dólares a una cotización artificialmente baja, que en el mismo momento en que eran ofrecidos en Rosario ya se pagaban más caros en Estados Unidos.
Un negoción garantizado para los compradores, que según el juez Bonadio le causó un perjuicio al Estado cercano a los 55.000 millones de pesos.
Sepultado bajo el festival de corrupción que tanto ella como su fallecido esposo y colega animaron durante sus tres gobiernos, adornado por contratos inexplicables, obras inexistentes, millonarios bolsos voladores o cajas de seguridad preñadas de dólares, el expediente por los malabares con el dólar futuro parece poco más que una travesura escolar.
Pero si lo aislamos de ese vergonzoso contexto -como tiene la obligación de hacer Bonadio o cualquier otro juez que hubiera conducido la investigación- lo que el tribunal oral federal deberá juzgar es una fenomenal destrucción de valor patrimonial del Estado, concretada gracias a la violación de distintas leyes y reglas que existen justamente para impedirlo.
Cristina, Kicillof, Vanoli y el resto de los imputados apelaron a la resbalosa coartada de que las operaciones cuestionadas respondieron a decisiones políticas no judiciables. No es sólo un argumento defensivo: el mensaje poco disimulado hacia el resto de los políticos es que todos ellos están bajo “libertad ambulatoria” -para apelar al vocabulario de la doctora Kirchner- porque cualquier juez podría cuestionar sus actos.
Pero Bonadio se cuidó de pisar ese palito. En la instrucción de la causa escuchó como testigos a los ex titulares del Banco Central Alfonso Prat Gay y Martín Redrado, quien justamente terminó eyectado de esa silla por negarse a que Cristina y su gobierno usaran las reservas del Central para lo que desearan. En una sentencia muy dura y contundente, la prestigiosa sala II de la Cámara Federal ratificó los procesamientos del juez y apoyó su razonamiento: las leyes están para ser cumplidas. Y la independencia de la autoridad monetaria no puede ser pisoteada por un Presidente, fuera cual fuese la razón con la que intente justificarlo.
Claro, casi nadie en la Argentina está acostumbrado a semejante rigor republicano. Un sombrío termómetro de la salud democrática de los argentinos.
Ante lo inevitable, Cristina cambió su estrategia y pidió acelerar los trámites para iniciar el juicio oral. Ahora tiene lo que quería.
Pero su satisfacción podría ser engañosa: como buena abogada exitosa debería saber que las audiencias orales son, de alguna manera, escenarios de una tragedia sin guión previo ni preguntas amañadas, como las que acariciaron su ego durante sus años en el poder. Frente a los jueces y la opinión pública desfilarán testigos, emergerán contradicciones, aparecerán nuevas pruebas y se ventilarán asuntos incómodos. Gastado por esos imponderables y por el abuso de la palabra con el que empalagó los oídos argentinos desde el atril, el espejismo de una alocución histórica ante el tribunal, que la bañe de prestigio y la devuelva al centro del escenario político suena improbable.
El espejo en que la ex Presidenta querría mirarse es el de aquel juicio inolvidable contra un joven Fidel Castro, acusado por la toma del cuartel Moncada en 1953: "La historia me absolverá", dijo en el alegato final de su defensa. Palabras que a Cristina le costaría repetir. CC