Prestidigitadores de la palabra - Por Fernando G. Toledo

El truco se llama hipálage y se realiza con materiales básicos: meros adjetivos y sustantivos. Pero el efecto es sorprendente.

Prestidigitadores de la palabra - Por Fernando G. Toledo
Prestidigitadores de la palabra - Por Fernando G. Toledo

El ilusionismo, que aún hoy muchos llaman magia, consiste en algo que se dice rápido, pero que cuesta conseguir: ocultar un movimiento a la vista de todos. Ahí está el embustero conejo que el mago saca de pronto de una galera sorprendente.

Pero hay otros ilusionismos, no menos sutiles, que en trabajosas noches insomnes los escritores, prestidigitadores de la palabra, han utilizado para hacer posible su propia magia.

Los tropos, recursos literarios varios (metáforas, metonimias, prosopopeyas), serían esos recursos con los que los escritores ponen en marcha la ilusión. De entre ese arsenal de recursos lingüísticos hay uno que ha fascinado, más por los resultados que por la propia técnica, a estudiosos y poetas varios. Ese recurso es la hipálage.

Como sucede con los ilusionistas, explicar la técnica es sencillo, aunque conseguir los resultados no lo sea tanto.

La hipálage no es otra cosa que un cambio, un reemplazo. Pero no una sustitución compleja y laberíntica, sino una sencilla, hecha con materiales básicos de la lengua (un sustantivo y un adjetivo, o un par de ellos). Trasladado a los términos de los magos, no sería la desaparición de la Estatua de la Libertad que ejecutó el ilusionista David Copperfield, sino un fulgurante cambio de cartas que un prestidigitador efectúa ante unos ojos incrédulos.

Un ejemplo que puede explicar en qué consiste la magia de la hipálage puede sacarse de un verso de la Eneida, de Virgilio. Ejemplo, vale decirlo ya, que no es uno cualquiera, sino acaso una de las más bellas y admiradas hipálages de la literatura universal, una que supo admirar y elogiar largamente nuestro Borges.

La frase, contenida en un hexámetro del poeta latino, bien vale reproducirla primero en su idioma original: “Ibant obscuri sola sub nocte per umbram”. Que sería, en este español heredero de esa lengua: “Iban oscuros bajo la noche solitaria entre sombras”.

El efecto de la hipálage se siente de inmediato, como si cayéramos bajo la penumbra de ese verso, aunque nos cuesta entender al principio qué está pasando, cómo ha cambiado el naipe del trébol por el del diamante sin que nos demos cuenta. Así es: la sustitución consiste en intercambiar los adjetivos, y adosarle (en este caso) el de los personajes a la hora nocturna en que se mueven, y viceversa. Eneas y Sibila son los caminantes solitarios que descienden al infierno, rodeados por la oscuridad. Pero el poeta prefiere trastocar el sentido con una hipálage maestra, y en lugar de decir ellos “iban solitarios bajo la noche oscura”, cambia las cartas y consigue el prodigio.

Por supuesto que un arma poética tan eficaz como la hipálage no podía ser despreciada por los poetas que en el mundo han sido, y es por eso que este recurso aparece con constancia (pero no con repugnante abundancia) en literaturas diversas.

Al azar, podemos citar rápidamente uno de los poemas más célebres de Pablo Neruda, quien puesto a escribir los versos más tristes que sea capaz, dice: “Escribir, por ejemplo: ‘La noche está estrellada, / y tiritan, azules, los astros, a lo lejos’”. ¿Nadie vio el truco? Ahí está: las estrellas salieron del cielo y se instalaron en la noche.

Otro. Enrique Banchs, poeta efímero de libros imperecederos, escribe en un soneto de La urna: “Pompa le da en las noches la flotante / claridad de la lámpara, y tristeza / la rosa que en el vaso agonizante / también en él inclina la cabeza”. Otra vez el pase de magia: ¿flota la claridad o la lámpara? ¿Es el vaso el que agoniza o más bien la vieja flor que se hunde en él?

Vayamos a Quevedo. Cuidado con este rápido pistolero: “Su tumba son de Flandes las campañas / y su epitafio la sangrienta luna”. El verso magnífico, que nos deja un color rojo en la mirada, dice tanto en esas once sílabas que, por eso, Borges no se cansó de elogiarlo.

Y tenemos a Borges, claro, alguien que trabajó con la maestría de pocos este recurso, acaso (como ha hecho notar Beatriz Sarlo) porque rehuía de otros recursos más rimbombantes. A él debemos hipálages notables. Cuenta el asesinato de Laprida y cierra con “el íntimo cuchillo en la garganta”.

Se fija en el ajedrez y comienza: “En su grave rincón, los jugadores / rigen las lentas piezas”. O traza ese autorretrato conmovedor que es su Poema de los dones con una magia sin igual: “yo fatigo sin rumbo los confines / de esta alta y honda biblioteca ciega”. Íntimo, grave, alto y ciego: con esos ingredientes se hacía la magia borgeana.

Algunos piensan que cuando un truco es develado, hay algo que se rompe. Como si un actor se quitara la corona y nos costara seguir creyendo que encarna a un rey. ¿Se romperá el encanto al revelar la maquinaria de la hipálage? Quien esto firma no lo cree: de seguro, siempre habrá un nuevo verso inspirado que un poeta oscuro sabrá sacar de la noche sola.

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