El mundo femenino debió ser un tema en sí mismo dentro del Congreso. Esposas, hijas, madres, hermanas y amantes, entre otras condiciones, debieron estar presentes en las conversaciones, infidencias y escapadas de los congresales, pero sin dejar rastro de ello.
Abogados la gran mayoría, sacerdotes unos pocos y un militar, constituyen un universo masculino en el que la mujer ocupó un lugar destacado ante la distancia y el tiempo.
La carta escrita por fray Cayetano Rodríguez, redactor del periódico que tuvo el Congreso, a su ayudante José Agustín Molina, en alusión a la demora en llegar al Congreso de Juan Martín de Pueyrredon, es una prueba de esto.
El primero le apuntaba a fines de 1815 “que no era de extrañar su retardo, ya que estaba recién casado con una moza rica y linda”, y más adelante le agregaba: “Las mujeres son siempre la causa de trastornos y lo peor es que ellas hacen alarde de su dominio sobre el hombre, contra el orden establecido por Dios”.
El religioso no estaba muy equivocado, Pueyrredon era un militar de 44 años, que había contraído matrimonio por segunda vez el 14 de mayo de 1815 con Mariquita de Tellechea y Caviedes, una adolescente de 16 años.
Fuera de estos cotilleos, es importante señalar que la Revolución de Mayo había abierto un proceso de cambios significativos, en el que las nociones de soberanía y representatividad se habían ido imponiendo paulatinamente, al tiempo que se modificaba el proceder de los ciudadanos.
Volver la vista a este Congreso en Tucumán y en Buenos Aires, y en él a la presencia que tuvieron algunas mujeres como figuras políticas peticionando dentro de él, nos permite ver cómo el principio de representación no fue sólo para pueblos y hombres, sino que también las incluyó a ellas.
Trasladado el Congreso de Tucumán a Buenos Aires en 1817, y en plena sesión al año siguiente, los diputados recibieron, leyeron y debatieron, entre otros temas, diferentes notas de mujeres en las que pedían por sus esposos. Muchos de ellos eran guerreros de la Independencia, pero debido a disidencias políticas habían terminado en el exilio.
Los casos de Ángela Baudrix, esposa de Dorrego; María del Carmen Sáenz de la Quintanilla, mujer de Alvear, y Micaela Alcaraz, casada con Feliciano Chiclana, son ejemplos individuales de representación, a los que se sumaron otros ejemplos colectivos como el de las Lasala e Irigoyen.
También hubo excepciones de mujeres nacidas en otras geografías, como fue el de la chilena Javiera Carrera, que solicitó al Congreso ser trasladada a la Capital desde la guardia de Luján, por inconvenientes de salud.
Por problemas de espacio sólo nos referiremos a las tres primeras.
Dorrego y la representación de Ángela Baudrix
Dorrego había sido un díscolo e insubordinado en más de una oportunidad durante las luchas independentistas. Son conocidas las anécdotas referidas por Lamadrid en sus Memorias, sobre la indisciplina de este militar cuando Belgrano y San Martín estuvieron juntos en el norte.
También las quejas de Azcuénaga hacia él y los conflictos con el general José Gazcón que se hicieron públicos.
Instalado en Mendoza San Martín hacia 1814, nuevamente había tenido problemas con el futuro Libertador al negarse a ir a Cuyo para prestar servicios con su regimiento. Pueyrredon le había encomendado la misión negándose a cumplirla.
Este funcionario lo había tildado de “malísimo e incorregible”, provocando como réplica que Dorrego lo atacara en un artículo publicado en la imprenta El Sol. La esgrima entre ambos hombres provocó finalmente que el Director Supremo Pueyrredon dictara el 15 de noviembre de 1816 un “auto de extrañamiento”.
Dorrego salió de las Provincias Unidas en un buque mercante rumbo a las Antillas, luego pasó por la isla de Pinos en Cuba y finalmente recaló en Baltimore, en los Estados Unidos, en donde conoció el federalismo en acción.
Ángela Baudrix o Baudiz presentó su representación solicitando se le levantara la “expatriación” y se le permitiera regresar al país para ser juzgado. El asunto Dorrego fue debatido en sesión secreta en varias oportunidades (30 de setiembre, 7, 10 y 18 de octubre de 1817) provocando profundas antipatías entre Pueyrredon y el Congreso. Dorrego pudo regresar recién en abril de 1820, luego de la caída del Directorio.
Chiclana y Micaela Alcaraz
La prédica opositora de Dorrego caló hondo en otros hombres de la independencia que también se enfrentaron contra el Director Supremo.
Tal fue el caso de Feliciano Chiclana, abogado, militar y miembro del Primer Triunvirato, entre otros cargos. Este funcionario se opuso al Director Supremo provocando que el 13 de febrero de 1817 lo desterrara del territorio. Fue puesto preso en el bergantín Belén y después pasado por otras embarcaciones, hasta recalar en Baltimore.
Micaela Alcaraz, interponiendo como excusa “el aniversario de la regeneración de la Patria en Maipo”, solicitó se le conmutase la pena en cualquiera de las provincias del estado. El Congreso trató su asunto el 1 de junio de 1818, resolviendo que fuera el Director del Estado quien decidiera el asunto. Chiclana regresó a fines de 1818 y fue confinado a Mendoza.
Alvear y Carmen Quintanilla
A sólo tres meses de haber asumido como Director Supremo de las Provincias Unidas y debido a la poca influencia que logró su gobierno en el interior del territorio, como quedó demostrado cuando su intento de destitución de San Martín en Mendoza, Alvear, jaqueado por la sublevación militar de Álvarez Thomas y la oposición del Cabildo de Buenos Aires, tuvo que renunciar marchando al exilio.
Río de Janeiro lo recibió como residente hasta 1818, y Montevideo los años siguientes.
El 24 de abril de 1818, su esposa, Carmencita Quintanilla, “interponiendo las glorias presentes de la Patria, implora gracia a favor de su marido, pidiendo que se le permita venir a un punto del territorio del Estado, o al menos a Chile”.
Los diputados discutieron el pedido y la representación votando que se le devolviera al Ejecutivo para que resolviera el dictamen final. Alvear recién pudo regresar en 1822 gracias a la Ley del Olvido que se sancionó en el gobierno de Martín Rodríguez.
Ya sea por soledad, por salud, por problemas económicos o a petición de sus maridos desde la distancia, un grupo de mujeres recurrieron al Congreso como órgano representativo y de legalidad, para hallar soluciones a sus problemas familiares y personales.
A pesar de estar estrechamente vinculado este cuerpo al Director Supremo Pueyrredon y haber sido éste el motivo de muchos de los conflictos ocurridos, no dudaron en mostrar confianza en los representantes de la Asamblea, al tiempo que cierta autonomía, emancipación y libertad por parte de ellas. Aprovecharon la oportunidad haciendo sentir sus nombres confiadas de que la Independencia les había abierto sus puertas.
Mujeres de la Independencia
Juana Azurduy de Padilla. (Chuquisaca, 1780 - Jujuy, 1860)
Heroína de la independencia del Alto Perú (actual Bolivia). En 1802, contrajo matrimonio con Manuel Ascencio Padilla, con quien tendría 5 hijos. Tras el estallido de la revolución independentista de Chuquisaca el 25 de mayo de 1809, Juana y su marido se unieron a los ejércitos populares.
María Magdalena (Macacha) Güemes de Tejada. (1787-1866)
Dotada de gran habilidad política, la puso al servicio de su hermano en los momentos más difíciles, cuando gracias a sus gestiones se llegó a la paz de Los Cerrillos, luego de la delicada situación entre Güemes y las fuerzas de Buenos Aires al mando del general Rondeau.
María Loreto Sánchez de Peón Frías. (1777 - 1870)
Fue una de las damas salteñas que desempeñaron una importante función en la guerra por la emancipación, haciendo de correo para los patriotas. Era de fina belleza, cabellos oscuros y ojos claros. Su esmerada educación le permitió desenvolverse en las más altas esferas sociales a las que pertenecía, entrando en amistad con la oficialidad del Ejército realista sin que estos se percataran de su doble vida.
Pancha Hernández.
Mujer puntana que a los 20 años se casó con el sargento de Granaderos Dionisio Hernández. Fue una de las cuatro mujeres a quien San Martín concedió autorización para que acompañara a su esposo. Fue parte del Ejército Libertador, vestida de uniforme militar, armada de sable y pistolas como era su costumbre en los combates en que estaba su marido, en pie de igualdad.