Ni México ni San Pablo ni Buenos Aires. A mediados del siglo XVII, el traje de ciudad más grande de América lo lucía Potosí. Eso cuando el Cerro Rico era rico de verdad, y largaba plata por todos los poros.
Tanta abundancia había,que se olfateaba desde rincones lejanos, y así fue como el emblema del sur de Bolivia se llenó de exploradores, marqueses, militares, comerciantes, banqueros, religiosos, prostitutas, esclavos, bandidos, parlanchines y buscavidas.
El mapa se volvió un poco pretencioso, de galas, refinadas cenas y noches de teatro para la alta alcurnia, y un poco terrible, de codicia en las miradas, alacranes en los pechos e infierno en los socavones.
Desde Madrid, la corona prendía velas a esa baldosa del Nuevo Mundo, y celebraba lo cuantioso del botín. Hay hasta quienes aseguran que con los tesoros que parió la montaña, se podría haber construido un puente de plata que uniera la Villa Imperial con España.
Hoy, a la capital del departamento homónimo aquellos pedestales le saben muy ajenos, y apenas cuenta 170 mil habitantes que de esplendores y glorias sólo conocen el polvo.
Sin embargo, el suelo todavía abriga reflejos de tiempos prósperos, a partir de un casco antiguo precioso y de fuerte impronta colonial (nombrado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco), y de unas líneas generales que certifican el encanto local.
Lo imprescindible del asunto también respira a las espaldas de templos y edificios ilustres, en el Cerro Rico. Gigante que llama a recorrerle los adentros, en una visita que de té con galletas no tiene nada, y que por su magnetismo, importancia histórica y convites de adrenalina, corporiza una de las experiencias más alucinantes que el viajero haya palpitado.
Hoy como ayer
El cielo plomizo, la tierra de adoquines. Está especial el día para caminarle las virtudes a la ciudad, relojearle los muros abarrotados de años, los balcones en madera, las angostas veredas por las que desfilan señoras en trenza y largos vestidos (las famosas cholas), y hombres en pantalón pinzado y sweater.
Los parroquianos van serios y ausentes, como si les resbalaran los 3.900 metros sobre el nivel del mar que convierten a Potosí en una de las urbes más altas del mundo.
La primera cara es de timidez, aunque después se prestan al diálogo, a trocar pareceres. El cuadro, ameno y sosegado, ayuda a sentarse en algún banco y hacerles ver qué linda es aquella iglesia, qué serenas las cumbres, cuánto embrujo habita las calles, lo bien que se siente el pasado. Ellos responden que así será, si uno lo dice, y ven las reliquias sin mirar.
En cambio, al visitante se le vuelven agua los ojos, un poco por la tenue llovizna que empieza a caer y que embellece la circunstancia, pero más por la arquitectura.
Tejados, arcos y detalles en barroco son la constante de un emporio que encabeza la Casa de La Moneda, ícono máximo del otrora ombligo de América (allí se convertían en dinero los frutos que salían de las minas, lo jura su museo, copioso en archivos y elementos de la época).
Entre los laderos de la obra, figuran el Pabellón de Oficiales Reales (donde sacaban cuentas y sonreían los representantes del rey), el Teatro Modesto Omite, y una quincena de iglesias expertas en decoros e historia.
En ese sentido, destacan el Templo de la Compañía de Jesús y su torre-mirador (erigida a finales del siglo XVI, en su interior funciona la oficina de turismo), el de Santo Domingo (de reminiscencias renacentistas, siglo XVII) y el de Nuestra Señora de la Merced (siglo XVI).
También de esos años de bonanzas es el célebre Balcón Esquinero. Empotrado en una vivienda a dos plantas, representa a cantidad de balcones que, como él, pintan jornadas con galerías de madera, religiosamente trabajada la mampostería. El resto lo hacen callejuelas angostas, placitas con fuentes, faroles y anécdotas de pleitos dirimidos a espada.
Ya en los confines del casco céntrico, el Arco Cobija marca la división hecha durante la colonia: de este lado irían los españoles, sus alhajas y sus lunas agitadas. Del otro, al pie de la montaña, ranchos de piedra, el esclavo y su martirio.
Un circuito que estremece
Luego del paseo urbano, parte la excursión hacia el epicentro del Cerro Rico, que descansa al lado de la ciudad, pero a 4.500 metros de altura. Allí,las minas hoy decadentes sobreviven con las migajas de plata, estaño y litio que le queda a la roca, y los mineros, emulando a indios y negros de la colonia, se dejan los pulmones y la vida.
A ellos van dirigidos los regalos que se compran en una parada intermedia, y que los “ayudará” a bancar el suplicio de la tarea cotidiana: hojas de coca, tabaco y alcohol de quemar de 96 grados. A este último se lo beben puro o ligero de soda, como para asegurar el efecto.
Después, toca acomodarse el casco, prender la luz y sumergirse en la montaña, ésa que tragando almas y escupiendo fortunas, redefinió la historia del continente y del mundo. El circuito estremece y cautiva en partes iguales.
A veces permite avanzar a pie, a veces agachado, a veces a gatas, llevando por túneles y escondrijos hasta que se pierden las coordenadas. No es la boca del lobo, aunque lo parece. Hay que tutearle las entrañas al Cerro Rico para comprender cabalmente el enunciado.
Así de compenetrado, ayudado por el guía y el farol, el viajero se encuentra de vez en cuando con los trabajadores. Algunos no llegan a las 15 primaveras, y ya empiezan a morirse en los socavones. Eso sí: andan uniformados, tienen cobertura médica y cobran sueldos (suelditos) en blanco. Han cambiado mucho las cosas en estos 400 años. O no tanto.
Color rutero
Hace un puñado de años, para llegar a Potosí desde Villazón (la ciudad boliviana que, pegada a La Quiaca, hace de frontera con Argentina) había que estar dispuesto a la aventura.
Entonces, la Ruta Nacional 14 era un desafío de ripio y baches atravesado por ríos furiosos y paisajes desoladores, y el único medio de transporte público se ajustaba a aquella tónica de manera íntegra: unos buses destartalados, cargados hasta el techo de mercancías y adaptados al terreno gracias a unas ruedas grandotas, de camión.
Adentro, pasajeros atiborrados en pasillos y butacas imposibles, debían soportar 10 horas de temblores y desvelos para completar los 350 kilómetros de recorrido nocturno.
En la actualidad, en cambio, la ruta se encuentra totalmente asfaltada, y el mismo trayecto demanda menos de la mitad del tiempo. Lo que aún se mantiene tal como antes es el color que los paisanos y su cultura autóctona imprimen al viaje. Primera catada de rostros, aromas y sentires que el recién ingresado al país andino sabrá disfrutar con el mayor de los arrebatos.