Hace poco vi un chiste en Abc de un tipo que dice: “Soy un don nadie, un fracasado. Cuarenta años en la empresa y a nadie nunca se le ha pasado por la cabeza acusarme de acoso sexual”. Me rechinó tanto como el cierre de apretadas filas en apoyo de Plácido Domingo, coronado por esos espectadores de Salzburgo y otras ciudades que le ovacionan con ardor, y no por su magnífica carrera como tenor (ese mérito es monumental e imborrable), sino como incomprensible cheque en blanco ante las acusaciones de las mujeres.
El caso de Plácido me parece paradigmático. En su defensa han utilizado dos tópicos que también se han usado en otras ocasiones. El primero consiste en decir: “¿Y no podrían haberlo denunciado hace 30 años?”. Pues no. Claro que no podían. Incluso ahora, que los vientos son mucho más favorables, miren la que se arma, y cómo todos los poderes se lanzan a defender al implicado. El segundo argumento consiste en restar credibilidad a los acusadores; en esta ocasión el acento está puesto en que son ¡denuncias anónimas! Pues tampoco. No son exactamente anónimas. Son fuentes de una periodista de un medio importante, AP, que prefirieron no salir con su nombre por miedo a las represalias. Plácido Domingo ostenta un enorme poder en el mundo de la música, legítimamente ganado; y además de eso, ya se sabe, los poderosos manifiestan una fastidiosa tendencia a protegerse los unos a los otros.
Mantener el anonimato de una fuente es una práctica común en periodismo y conlleva un trabajo de verificación antes de publicar el tema. En el caso de Plácido, como indicaba Amaya Iríbar en su estupendo artículo en El País titulado “Presunción de profesionalidad”, la periodista Jocelyn Gecker, además de reflejar las nueve denuncias (la mezzosoprano Patricia Wulf dio su nombre, qué valiente, la han vapuleado), habló con otras seis mujeres que denunciaron proposiciones incómodas, y casi una treintena de trabajadores de la ópera dijeron haber presenciado “comportamiento inadecuado de índole sexual” por parte del tenor. Una inquietante suma de datos.
Cierto, puede haber denuncias falsas. Es más, estoy segura de que dentro del ingente movimiento mundial del #MeToo las ha habido y las habrá. Somos humanos. Pero también estoy segura de que se trata de un porcentaje mínimo e inevitable en la búsqueda de la justicia. De hecho, sucede en todos los campos. Nuestro sistema judicial, por ejemplo, también se equivoca y condena a inocentes. No lo sabemos hacer mejor. Por eso, para intentar paliar los errores, creo que, si no hay sentencia, no se debe anular contratos o despedir a los denunciados. Pero otra cosa es la opinión que podemos tener de ellos. La gran cineasta argentina Lucrecia Martel, presidenta del jurado del festival de Venecia, lo acaba de expresar muy bien con respecto a Roman Polanski, otro personaje controvertido: “No voy a asistir a la proyección de gala del señor Polanski porque (...) no querría levantarme para aplaudirle. Pero me parece acertado que su película esté en el festival, que haya diálogo y se debatan estos asuntos”. Exacto. Hay que airear e iluminar esas sombras.
Con más inteligencia y más elegancia que la mayoría de sus cacareantes defensores, Domingo declaró que “las reglas y valores por los que hoy nos medimos, y debemos medirnos, son muy distintos de cómo eran en el pasado”. Pues sí, pero no. Porque muchos, muchísimos hombres de ese mismo pasado nunca se propasaron ni incomodaron a una mujer. Hay un amplio abanico de tropelías que van desde lo nimio, el pelmazo guarro que hace todo el rato comentarios procaces, hasta los criminales violadores de menores tipo Epstein. ¿Y cómo es posible que este escalafón de abusadores haya sido tan común, tan pertinaz? Verán, lo hacen porque pueden. Porque, aun teniendo noticias de sus actos, los demás no condenan. Porque ostentan el poder, se creen guapos y magníficos, piensan que las chicas a las que ellos escogen les deberían estar agradecidas. Por eso, si alguna les rechaza, incluso la apartan (“esta tonta, qué se creerá”) sin apenas darse cuenta de que eso es chantaje. Sí, lo hacen porque pueden. Y mientras haya gente dispuesta a aplaudir ciegamente, seguirán haciéndolo.