Por un país institucionalista y federal

Pese a lo que establece nuestra Constitución Nacional, cuyos ejes centrales son el equilibrio de poderes y la propuesta federal, la Argentina ha ido deviniendo cada vez más una Nación unitaria, centralista y caudillesca.

Por un país institucionalista y federal

Los viejos caudillos argentinos de los tiempos independentistas no se caracterizaban por el respeto a las instituciones, ya que su persona y su liderazgo estaban por encima de todo, pero -sin embargo- nacieron de necesidades federales, de los requerimientos de defender sus provincias de los atropellos del poder central que desde siempre ejerció Buenos Aires, en particular con sus recursos aduaneros.

Con el tiempo, y pese a todos los intentos constitucionales de aminorar el caudillismo, éste se ha reproducido una y otra vez en la Argentina, pero en la actualidad ni siquiera aparece como un instrumento imperfecto de defensa del federalismo, sino como un modo más de debilitar las fortalezas locales para contribuir al crecimiento de los proyectos hegemónicos de sesgo ultracentralista.

En efecto, esta combinación hoy tan vigente, pese a su anacronismo, de antiinstitucionalismo y antifederalismo que anida en muchas provincias argentinas es uno de los principales obstáculos para el desarrollo integral de la República, ya que todo eso contribuye a fortalecer un país deforme, desequilibrado, sin división de poderes ni equilibrios regionales.

La Constitución Nacional, tanto en su documento fundacional de 1853 como en sus posteriores reformas, fue instituida desde una clarísima concepción republicana, en la que las instituciones están claramente por encima de las personas en cada aspecto de la vida pública, y donde la participación en las decisiones nacionales de todos los organismos locales, tanto provincias como municipios, ha ido creciendo en importancia en nuestra evolución constitucional.

Pero ese espíritu coincide poco con la realidad profunda de la Argentina, que aparece cada día más desapegada de nuestros textos fundacionales para subir a la superficie tendencias regresivas que no nos animamos a sacarnos de encima, conformándonos con una fachada de modernidad cada día más alterada por estas tendencias negativas.

Cualquiera sea el gobierno nacional que se imponga en las elecciones de este año, provenga del oficialismo como de la oposición, deberá tener muy en claro que las crisis permanentes de nuestro país, que se repiten una y otra vez sin importar cuál sea el signo ideológico o político que gobierne, no podrá llegar a su fin definitivo si no nos atrevemos a trazar el mapa de una nueva nación, que sepa hacer valer el institucionalismo y el federalismo conculcados como las herramientas principales dentro de las cuales deben incluirse los contenidos de todo proyecto nacional.

Un país sólo centrado en Buenos Aires que además esté gobernado por una especie de monarca constitucional a nivel central y por caudillos feudales a nivel local, no tiene ninguna posibilidad de revertir estas negatividades porque ni los reyes ni los caciques son propensos a reinstitucionalizar nuestra República, y para colmo, la debilidad creciente de las provincias y comunidades locales para recaudar y administrar sus propios recursos hace que todo caudillo dependa cada vez más de la buena voluntad de los que mandan en el gobierno nacional, quienes a la vez hacen todo lo posible para que esta tendencia concéntrica aumente para que de ese modo su poder siga avanzando por encima tanto de instituciones como de regiones.

En síntesis, si no somos capaces de dar un vuelco de ciento ochenta grados en el modo en que estamos administrando nuestra democracia para ponerla nuevamente a tono con el alma constitucional, poco o nada se podrá hacer para desarrollar y modernizar una nación que clama por ello.

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