Son incondicionales. No les hace falta repasar el servicio meteorológico para programar una actividad relacionada con el fútbol y el Globo.
¡Que importa si llueve, si nieva o si el cemento se parte por el frío y las probabilidades de una una gripe se incrementan! “Hay que gritar, hermano, hay que alentar, esto es hermoso”, dice uno de esos locos lindos que abrazan al plantel como si fueran estrellas de rock, aunque para ellos sean más que eso.
Y quizás sea por eso que representan: los primeros defensores de los colores amados; el blanco y el rojo con ese escudo donde un “Globo” marca el ascenso, la gesta heroica que hoy puede tener una nueva página de gloria. Corren por ellos y por los de afuera, esos que dejan la garganta afónica al cabo de 90 minutos de tensión. Esta relación es así, se alimenta de pequeños gestos, de grandes gestas, de recuerdos imborrables.
“¿Cómo no vamos a acompañar a estos pibes si dan la vida en cada partido?”, justifica otro hincha, con su hijo subido a los hombros (envuelto en gorro, bandera y bufanda, obvio), para no perderse ni una sola postal de la parte más futbolera de este departamento norteño.
¿Qué hoy no van a poder alentar desde las tribunas? ¿Y qué importa? Se van a romper las palmas chabón; las gargantas; van a hacer mil promesas (“voy de rodillas a la Virgen del Challao”, anunció uno ayer); van a sufrir, a gozar a cerrar los ojos para ver lo que allá, en territorio sanjuanino, once muchachos que bien podría ser cualquiera de ellos, defiende con alma y coraje. Esos 166 km. entre el estadio de calle Olascoaga y el barrio de Puyuta, donde se definirá esta historia, no significan nada.
Atrás empieza a quedar una final perdida por penales (esos que hace unos días permitieron llegar hasta acá). Las lágrimas de aquella vez, de tristeza, hoy son de emoción y el sueño de un escalón más está intacto.
No solo por esos muchachos que elige semana a semana el “Pollo” Videla, ese técnico al que el pueblo lasherino adoptó como propio y al que ayer abrazaban como un verdadero ídolo, sino por esas 8 mil almas que acompañan de local desde los cuatro costados del estadio General San Martín. Acá, en este rincón de Mendoza, queda claro que los de afuera, tanto como los de adentro, juegan.
¿Que un pueblo no puede torcer el destino de un balón hasta hacerlo rebotar en un palo o besar la red? Entonces es probable que usted no sepa nada de pasión y deba darse una vuelta por Las Heras. Dicen que hoy volverá a suceder un hermoso milagro.