Entre tantos músicos y músicas yetas, solo uno ha llegado a tener el título de antimufa: Osvaldo Pugliese, el imprescindible del tango.
Un día como hoy, 25 de julio, pero de 1995, dejaba de sonar la yumba pugliesina. Se apagaban sus latidos, pero dejaba esparcido su legado. No solo en lo musical, sino en lo artístico, concepto que engloba el oficio y lo humano.
Hoy casi no hay músico popular que no tenga una estampita suya en el camarín, el estudio o el estuche de su instrumento.
Es que se le atribuyen modestos milagros: que las máquinas de los estudios de grabación dejen de tildarse cuando se pronuncia su nombre, que aparezcan inesperadamente instrumentos musicales perdidos (o robados) o que, en medio de un apagón, vuelva la luz al escenario después de invocarlo.
La costumbre dice que el "Pugliese, Pugliese, Pugliese" es más efectivo que el "Merde, merde, merde", aunque todo músico (en especial los que vienen de la música popular) saben que su aura protectora no necesita de ningún milagro sobrenatural para permanecer viva.
Ellos le deben a Pugliese los primeros intentos de organizarse como comunidad artística. Aprendieron de él que la ideología y la música no se pueden separar, y que se puede defender el oficio musical con capa, espada y pentagrama. Porque él luchó para que comprendiéramos todos que hacer música no es un pasatiempo o una profesión menor: es un trabajo como cualquier otro. Hoy, tantos años después, este prejuicio sigue dando vueltas.