El 7 de octubre habrá una elección presidencial en Brasil, la séptima desde el retorno de la democracia en 1985. Esta contienda representa un choque fundamental entre la democracia y el estado de derecho, entre las elecciones libres y justas y el respeto al debido proceso. El expresidente brasileño y aspirante a candidato presidencial, Luiz Inácio Lula da Silva, quien registró su candidatura desde prisión el 15 de agosto, explicó parte de esta contradicción recientemente.
El complicado sistema electoral y judicial brasileño decidirá para mediados de setiembre si admite su candidatura o, lo más probable, si le prohíbe participar. Esto sería un error. Tener a Lula en la boleta electoral fortalecerá la democracia en Brasil, lo cual es una condición necesaria, si bien insuficiente, para el estado de derecho.
Lula da Silva y sus seguidores han argumentado que está a la cabeza en las encuestas; que se le prohíbe contender debido a un cargo de corrupción relativamente menor, sustentado en declaraciones de testigos cuyas sentencias fueron reducidas a cambio de testificar en su contra, algo que él y muchos juristas cuestionan; que el sistema judicial brasileño se ha convertido en el árbitro de las elecciones del país debido a una serie de leyes anticorrupción ante la ineficacia de las normas existentes.
Sus opositores, junto con los jueces que lo han sentenciado a doce años de prisión y parte de los medios brasileños, insisten en el fondo de la cuestión, no en el proceso mismo. Según ellos, Lula da Silva fue sentenciado por el delito de corrupción, menor o no, y perdió el recurso de apelación ante la Corte Suprema para seguir bajo arresto domiciliario hasta que concluyan todas sus investigaciones. Además, enfatizan, todavía se le juzga por seis cargos más, aunque el proceso completo de apelación por la primera acusación todavía no ha seguido su curso. Por último, está la "Lei da Ficha Limpa" (literalmente, ley del expediente limpio o "borrón y cuenta nueva") en Brasil, firmada por el mismo Lula cuando era presidente, que estipula que cualquier persona declarada culpable de corrupción en dos instancias no puede ser candidata a la presidencia. Así que ya sea porque está en prisión o porque se le sentenció por corrupción, es casi seguro que no aparecerá en la boleta.
Los partidarios de Lula da Silva responden que uno de los jueces involucrados, Sérgio Moro, está llevando a cabo una venganza política en contra del expresidente y del partido que fundó hace cerca de cuarenta años. También afirman que el departamento frente al mar que presuntamente le dio una constructora a la que le otorgó contratos no es suyo ni de su difunta esposa. Sus adversarios responden que no se está dando un trato especial a Lula y que no debería gozar de ningún privilegio especial solo porque es popular, fue presidente o desea contender a ese cargo.
Este dilema no tiene una solución sencilla, en especial en un país con una élite política tan desprestigiada y que apenas está saliendo de la peor recesión económica en décadas. Jair Bolsonaro, un candidato de la extrema derecha –al parecer asesorado, entre otros, por Steve Bannon– está contendiendo a la presidencia y ocupa el segundo lugar en las encuestas, después de Lula da Silva. Este candidato apela a la vena racista, homófoba y sexista siempre presente en la sociedad brasileña, al igual que a un mayor sentimiento de rechazo a la clase gobernante. Claramente, Bolsonaro es una amenaza más grande para la democracia brasileña que los excesos de Lula da Silva, en caso de que se confirmen en su totalidad.
Permitir que Lula contienda a la presidencia apaciguaría a sus partidarios, que son muchos, pero disminuiría seriamente la sensación de que luego de casi dos siglos de privilegios, corrupción y ausencia de leyes iguales para todos y de la caída de los arrogantes y los poderosos, Brasil está entrando por fin a la modernidad en un ámbito en el que al país y a sus vecinos siempre les ha ido mal: el estado de derecho. No obstante, negar a decenas de millones de ciudadanos que votarán por Lula la posibilidad de hacer que su ídolo regrese al Palacio del Planalto casi implicaría privarlos de sus derechos.
La petición de Lula da Silva ha sido respaldada por figuras internacionales de todo el planeta. Más de una decena de congresistas estadounidenses y el senador Bernie Sanders escribieron una carta al embajador de Brasil en Washington. Exigieron que Lula fuera liberado mientras su proceso de apelación se llevaba a cabo y condenaron el uso de la lucha contra la corrupción como herramienta para perseguir a los políticos de la oposición. El papa Francisco recibió a un pequeño grupo de amigos de Lula originarios de Brasil, Argentina y Chile hace unos días, y escuchó con atención sus quejas.
Aunque Lula da Silva insiste en que la única opción es su candidatura, su partido, el Partido de los Trabajadores (PT), tiene un plan B. En este escenario, el exalcalde de San Pablo y actual candidato a la vicepresidencia, Fernando Haddad, acabaría en la boleta si las protestas, los recursos jurídicos y esfuerzos de la campaña internacional de Lula no rinden frutos. En caso de que el exlíder sindical pueda transferir suficientes votos a su remplazo, podría ganar en la segunda vuelta de la elección, programada para el 28 de octubre. No obstante, si la transferencia no funciona del todo y se niega al PT la victoria de uno u otro modo, los desafíos para Brasil pueden ser abrumadores.
Existe una complicación adicional derivada del contexto regional en el que este drama se está desarrollando. En varias naciones latinoamericanas, las prohibiciones por parte de los mandatarios en funciones a los opositores que contienden a la presidencia se han vuelto la norma. En Nicaragua, en 2016, Daniel Ortega abatió o intimidó a una cantidad suficiente de rivales –en particular al más fuerte, Eduardo Montealegre–, para acabar ganando con el 72% de los votos y prácticamente sin impugnaciones. En Venezuela, este año, Nicolás Maduro se aseguró de que los principales candidatos de la oposición, Henrique Capriles y Leopoldo López, no pudieran contender. Solo un candidato medio falso se opuso a Maduro.
En otros países también hubo intentos para prohibir a candidatos que aparecieran en la boleta o desalentarlos de hacerlo; entre los afectados estuvieron desde el líder mexicano de la oposición López Obrador en 2005 (quien obtuvo la victoria en las elecciones de julio de este año) hasta varios candidatos guatemaltecos a los que se les prohibió contender debido a cargos de corrupción, cláusulas de antinepotismo y violaciones a los derechos humanos.
Al igual que en Brasil, muchos de estos casos –no todos, evidentemente– son engañosos. Algunos contendientes fueron descalificados por razones válidas, o al menos legales. Otros fueron víctimas incuestionables de persecución política. Resulta difícil cuestionar la idea de que el caso de Lula más bien cae en las categorías de Venezuela y Nicaragua, y no en las otras. Salvo que la democracia brasileña no está colapsando ni se está asesinando a los manifestantes en las calles ni se está encarcelando a los estudiantes ni callando a los medios. Como The Economist advirtió hace algunos meses, puede que los jueces sean quienes gobiernan Brasil, pero no hay una dictadura.
Aunque creo que la revelación del escándalo Lava Jato y la diligencia de jueces como Moro han sido benéficos para Brasil y América Latina, prefiero ver a Lula en la boleta electoral más que en la cárcel.
Las acusaciones en su contra son demasiado endebles, el supuesto crimen tan menor –hasta ahora–, la sentencia tan evidentemente desproporcionada y los riesgos tan altos que, en la América Latina de hoy, la democracia debería imponerse, por así decirlo, al estado de derecho. En un mundo ideal, los dos van de la mano, y sin duda no chocan entre sí. En Brasil lo hacen. Yo estoy con la democracia, con todo y sus defectos.
Jorge G. Castañeda, secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003, es profesor de la Universidad de Nueva York y columnista de opinión de The New York Times.