Avengers: Endgame está batiendo todos los récords: es la segunda película más taquillera de la historia, entre Avatar y Titanic. Pero la partida está lejos de terminar, porque los superhéroes dan muchísimo juego.
Algunas de las mejores series actuales —como Jessica Jones, Legion, American Gods o The Umbrella Academy— también tienen como protagonistas a esos seres extraordinarios que Jerome Siegel, Joe Shuster, Stan Lee, Frank Miller, Alan Moore y otros cráneos privilegiados han creado y recreado durante los últimos ochenta años.
Las irónicas y divertidas versiones Lego de los personajes de Marvel y DC Comics, así como los videojuegos que éstos protagonizan, fidelizan a los videoespectadores jóvenes y adultos. Y cada vez hay más series infantiles que también abordan esos universos narrativos para captar a los fans del futuro.
Las razones de esa conquista global que están llevando a cabo los cómics superheroicos, en su nueva vida audiovisual, tal vez se puedan deducir de Spider-Man: un nuevo universo, una película de animación que —pese a ganar el Oscar— se vio parcialmente eclipsada por la segunda parte de Los Increíbles —otra ficción superheroica—. La última vuelta de tuerca al hombre araña es igual de sofisticada y conceptualmente más interesante.
Una araña radioactiva pica a Miles Morales en los primeros minutos del filme, mientras es testigo de cómo Spider-Man intenta desactivar una suerte de monstruoso acelerador de partículas que ha construido Kingpin, con la intención de acceder a las versiones de su esposa y de su hijo que habitan en otros universos. El supervillano mata a Peter Parker justo después de que éste nombrara como su sucesor a Morales. Pronto descubrirá que no está solo, pues el aparato ha provocado desajustes espacio-temporales y cuatro versiones del superhéroe arácnido han quedado atrapadas en el universo del adolescente latino.
El diálogo entre ellas no solo permite explorar el arquetipo Spider-Man, sino también rendir homenaje a otras formas de cómic, como el manga, el noir o el humorístico, y a sus respectivas estéticas. Las tres formas básicas en que se desarrolla la narración computarizada participan de esa remezcla de estilos visuales: la animación convencional —predominante—, la pixelación cubista —en la superposición de universos— y la viñeta con onomatopeyas —en la genética multiforme del protagonista—.
“Cualquiera puede llevar una máscara”, le dice el otro Peter Parker al joven Morales, en su tutoría acelerada para que encuentre la fe necesaria para controlar sus poderes. Y en esa frase está una primera clave de por qué el cómic de superhéroes no ha hecho más que ganar seguidores durante las últimas décadas. Por su capacidad de identificación y por su potencia carnavalesca.
Se trata de discursos gráficos y textuales producidos por redes creativas —y corporativas— que estimulan un consumo activo, en el que conviven la diversión y el conocimiento, la simplicidad y la complejidad, la lectura y la participación. Una inteligencia colectiva produce una serie virtualmente infinita de relatos interconectados para que otra inteligencia colectiva, mil veces mayor, se conecte con ella, la convierta en comunidad, en testigo generacional, en código compartido, en colección o incluso en juego.
Al contrario que las grandes sagas literarias y cinematográficas, que son lineales y coherentes (El Señor de los Anillos, Star Wars, Harry Potter), los universos de Marvel, de DC y de sus satélites recurren a las tramas alternativas, a las rectificaciones y a las contradicciones, a los mundos paralelos, a las reversiones de las versiones de los mitos. Mientras que incluso las novelas y las películas de James Bond están estructuradas cronológicamente según la lógica newtoniana, los cómics de superhéroes y sus versiones audiovisuales son cuánticos, pura encarnación del multiverso.
Tal vez sea esa la segunda clave de su éxito: son el tipo de narrativa popular que mejor se corresponde con la lógica de la física cuántica y la teoría de los universos paralelos. Es la que mejor ha llevado esas abstracciones a la práctica y al disfrute. Las dimensiones infinitas traducidas en la bidimensionalidad del papel y del píxel; los teoremas y las fórmulas matemáticas encarnadas —simplificadas— en dramas familiares y accidentes atómicos.
En un contexto en que las plataformas tecnológicas (la estrategia de Disney recuerda a las de Galactus) necesitan alimentar su expansión exponencial con incesantes materiales narrativos, los cientos de miles de guiones de historias de superhéroes proporcionan un capital perfecto, que tiene la ventaja de que ya ha sido imaginado y probado. Los cómics son, naturalmente, bocetos de storyboard cuya capacidad de seducción ya ha sido puesta a prueba en el mercado. Constituyen una apuesta segura.
Nuestra sociedad —como ha dicho Ursula K. Le Guin en uno de los textos recogidos en Contar es escuchar—, que es “global, multilingüe, inmensamente irracional, sometida a incesantes cambios radicales”, no “puede describirse con un lenguaje que presuponga la existencia de una experiencia común continua”. Por eso en mucha de la ficción contemporánea “las descripciones más reveladoras y precisas de nuestra vida cotidiana están atravesadas por lo extraño, o desplazadas en el tiempo, o ambientadas en mundos imaginarios”.
Como la mitología griega, la materia de Bretaña medieval o el imaginario de la Inglaterra victoriana, el multiverso superheroico despliega un archivo de historias reconocibles que cuenta con el compromiso de grandes masas de lectores y que responde —con relativa inocencia— al paradigma social, transmedia y científico del siglo XXI.
Su poder, que ha crecido durante las últimas décadas, se puede interpretar como una respuesta a los esfuerzos del realismo por ser la artesanía de representación hegemónica de la realidad, pese a que los avances de la ciencia fueran minando su credibilidad y su alcance.
Los superhéroes —multiformes, cuánticos, arquetípicos— lo tienen todo para responder; y para conquistar el papel y la pantalla, es decir, el mundo con esa respuesta.