Cuando la mente cancela su capacidad de adaptación creativa
Los administradores del sistema educativo, sea en los niveles estratégicos de conducción como en los ámbitos institucionales, en todo momento se han mostrado preocupados por encontrar las condiciones que promuevan una educación adaptable y abierta a los nuevos escenarios. Sabemos que a la comunidad educativa, en su gran mayoría, esta cuestión no le resulta indiferente y está predispuesta para aplicar las estrategias que consoliden un perfil dinámico, creativo e innovador del sistema.
Esto se está realizando en algunos planos y sectores, sea mediante la definición de nuevas políticas como en muchos detalles didácticos del quehacer áulico del docente. Por esta razón, es conveniente no descuidar los instrumentos prácticos y generar un herramental activo que conduzca tanto a la modernización del proceso pedagógico como a la consolidación de la calidad mediante la asignación eficiente de los recursos.
Para lograr resultados de calidad se han de requerir capacidades creativas e innovadoras que puedan aplicarse en todos los estamentos organizativos y de ejecución del sistema. De esta forma se podrá agilizar la dinámica adaptativa de la institución educativa, a fin de no estancar el proceso formativo ni alejarlo de las exigencias que plantean tanto un entorno tecnológico de gran movilidad como las nuevas expectativas sociales.
No debemos dejar de advertir que la alta complejidad que encierra todo proceso de innovación y mejora hace muy difícil encarar con coherencia el camino de las soluciones, tropezando en ciertos casos con los obstáculos y las resistencias ya conocidas. Lo cierto es que, tanto los obstáculos como las dificultades no resueltas, preparan el camino de un conformismo impregnado de pesimismo y desazón que termina por impactar en la misma sociedad.
Salvo las excepciones mencionadas, el estado general de la educación refleja un ritmo demasiado lento y parsimonioso para responder con eficiencia a la velocidad de los cambios en un contexto de turbulencias e incertidumbre. Esto explica, a pesar de los intentos frustrados y de las decepciones de muchos, por qué no cambia el sistema, generando en algunos un pacto inercial de conformidad con los procedimientos y con los modelos de aprendizaje que han venido implementando a lo largo del tiempo sin poderlos renovar ni adaptar convenientemente.
Dicho estado de inercia configura un estancamiento que cierra el sistema a nuevas posibilidades de mejora de la calidad. En tal sentido, algunos responsables de áreas críticas se adaptan a rutinas que los impulsan a diseñar aparentes cambios que son percibidos por la comunidad educativa como meras refacciones cosméticas que nunca llegan al fondo de los procesos esenciales. Esto también explica por qué la asignación de los recursos muchas veces se encuentra inmersa en medio de contradicciones, superposiciones, marchas y contramarchas.
La incapacidad de adaptación a los cambios y a las exigencias de los nuevos escenarios que de dichas disfunciones se desprende, perpetúa la rigidez del sistema e incrementa su obsolescencia al poco tiempo. Y aun cuando cambien algunos procesos, éstos pierden eficiencia ante la incapacidad de respuesta rápida que exige toda adaptación. Los resultados del informe PISA, aun en su sesgo que lo caracteriza, es el ejemplo evidente de la precariedad de una situación que se va alimentando por la rigidez de un modelo mental cerrado, fijo y que aísla cada vez más a la escuela y la termina por convertir en un receptáculo al servicio de un dañino asistencialismo antipedagógico e inoperante.
La ley sistémica de adaptación, aplicada al campo de los procesos organizativos, pedagógicos y cognitivos, establece que si la inteligencia y el conocimiento no evolucionan, lo que hoy constituye una idea creativa y renovadora al poco tiempo se transformará en obsolescencia y rutina.
El conductismo, por ejemplo, es el prejuicio instalado en las mentes de muchos funcionarios, directivos y docentes que los lleva a programar y modelar la dinámica pedagógica y didáctica a un proceso lineal y poco flexible. Esto conduce a la adaptación pasiva de la mente a contenidos cuya fijeza y uniformidad nutren un modelo estático que conspira contra la creatividad y la capacidad constructiva de la inteligencia de quienes se encuentran en situación de aprendizaje.
En el plano de la evolución de los conocimientos y en el mundo del pensamiento y, consiguientemente, de la formación humana, ocurre un fenómeno sistémico inexorable regido por la ley de adaptación permanente. Ello muestra que la propensión de la mente a sostener y perpetuar a través del tiempo las mismas ideas, conceptos o teorías, termina por avejentar tales ideas y teorías, al tiempo que pone en evidencia las razones profundas por las cuales la educación no evoluciona.
Para que la educación evolucione, la mente del educador (padre, docente) deberá evolucionar acorde con su creatividad y motivación personal. La dinámica de tal estímulo creará condiciones que impidan la inmovilidad del pensamiento y el retardo de las decisiones. De lo contrario, el estado de pasividad sumerge la mente en una suerte de anestesia que adormece la capacidad de adaptación creativa a los cambios, a las exigencias individuales y a los reclamos urgentes de la comunidad.
El problema crucial de la inercia mental está en el hecho de que la lentitud y pasividad de pensamiento colocan al observador frente a una realidad estática que él mismo considera que no puede ser modificada ni tiene los atributos de la adaptabilidad. Por eso, cuando cualquier administrador y directivo del sistema cancela los procesos creativos de adaptación, prosperan el desaliento y el desinterés. En tal estado, las condiciones de evolución de la educación no tendrán cabida alguna, cediendo su paso a la indiferencia y a resultados insuficientes.