Por el tacón de la bota italiana

Un recorrido por las costas del sur menos conocido. Huellas ancestrales en torno a las mágicas postales que arrojan los mares Jónico y Adriático. La marca barroca de la capital provincial.

Por el tacón de la bota italiana
Por el tacón de la bota italiana

“In bocca al lupo”, dicen los italianos a la hora de desear suerte, porque “Buona fortuna” precipita un mal destino, juran. En el sur, donde las tradiciones son más respetadas que el nono y la nona juntos, aquello hay que seguirlo al pie de la letra. Se entera uno a punto de sumergirse en la provincia de Lecce, ese alejado rincón oriental conocido como el “tacón” de la bota que forma Italia.

Los créditos corresponden al playero de la estación de servicio quien, además de enseñar costumbres, adelanta que esta porción de la región de Apulia es hermosa, aunque poco explorada por los forasteros. “Tutto al posto ragazzi, In bocca al lupo eh”, suelta en la despedida, y ya tenemos buena estrella para hacer camino.

El hito final será la capital, un referente de las reliquias del barroco que algunos apodan “La Florencia del sur”, como si le hicieran falta comparaciones. Pero las sorpresas, los embrujos y los placeres comenzarán antes, en las costas del distrito que es parte de la Comarca de Salento. Un giro en “U” de 300 kilómetros que bendicen las aguas del mar Jónico primero, y las del Adriático luego.

La propuesta es de playas y piedra milenaria, antiguas fortificaciones y olivares, reminiscencias de civilizaciones perdidas y cultura navegante. Ofrendas con las que Lecce sabe recompensar a todo aquél que se deje llevar por sus desconocidos dominios.

Esencia del Mediterráneo
La aventura arranca en las cercanías de Taranto, unos 550 kilómetros al sureste de Roma, al otro lado del Mediterráneo. Tras dejar atrás los jirones de urbanidad, la carretera se vuelve solitaria, compinche de lo marítimo, lo escribe la arena trepada al asfalto. El mítico Jónico (el de tantas epopeyas), susurra nanas al litoral, simpático en verano y enigmático en otoño, invierno y primavera, son muchos los encantos que arroja.

Una sucesión de aldeas y barquitos azules pueblan las orillas, de puñados de gentes que parecieran respirar ajenas a las habas que se cuecen en el resto de la respetable Europa. Si acá apenas hay para sobrevivir y gracias.

Así, la recorrida se torna impropia del viejo continente, distante, a veces doradas playas de compañía, a veces la escarpada roca. Destierros que fueron besados por los romanos, los griegos, los normandos, los bizantinos, los españoles, y hasta los indescifrables mesapios, verdaderos aborígenes de Apulia. De los primeros, dan cuenta las ruinas arqueológicas de Porto Cesáreo.

De lo movida que anduvo la historia en los últimos cinco siglos, habla el festín de torres desplegadas a lo largo de la costa, varias de las cuales prestan nombre a los caseríos que las acogen (Torre Colimena, Torre Castiglione, Torre Suda, Torre Pali) . Lo mismo que el Castillo (siglo XIII, obra de los bizantinos), las murallas (siglo XIV), el portofilo de iglesias (siglos XVI y XVII), la Fontana Greca y el Mercado de Pescados de la pintoresca Gallipoli.

Más adelante, Santa María di Leuca presenta facciones propias de un finisterre, con su descomunal faro, emblema del encuentro de dos mares.
Entonces, el Adriático hace su aparición soñada.

Cambian los paisajes a medida que la curva encara al norte y el agua agarra manías esmeraldas, el granito forma figuras extrañas (puentes, grutas naturales, acertijos) invitando a la contemplación y al buceo; mientras que el sol, que antes era protagonista de atardeceres, ahora lo es de amaneceres. También a la ruta, aunque igual de ermitaña que en la previa, le da por mudar de ropas, y mete zigzags en cooperación con las colinas.

La coyuntura es de insólitos corrales de piedras (tatuaje rural y campesino), y olivares, cientos de miles de olivares de un suelo inquebrantable.

El resto de la travesía irá adornada de municipios como San Foca (el típico “Villagio di pescatori”), Roca Vechia (ideal a los fines de descubrir ruinas mesapias y plantar cara a los turquesas del mar), y fundamentalmente Otranto.

La localidad más oriental de Italia refleja sus múltiples pasados: helénico en la base del plano, romano en los aires legendarios (su puerto fue de los más importantes del imperio) y medieval en prendas del calibre del Castello Aragonese (la huella española), la Basílica de San Pietro (Bizantina), y la Cattedrale dell´Annunziata.

Allí, buena la oportunidad para probar las delicias que convida la cultura mediterránea, muy sabionda en albahaca, tomates, alcauciles, berenjenas, hongos, quesos varios y pescados. El “primo piatto”, religiosamente, será pasta, en su versión orecchiette o tagliatelle. El “secondo”, ostras crudas y mejillones, bien acompañadas del infaltable vino blanco regional (el Salentino Bianco, por caso).

Bondades urbanas
En el desenlace, abandonamos las olas y las brisas con el objeto de indagar las bondades de Lecce, la capital provincial. La ciudad cuenta poco menos de 100 mil habitantes, siempre sonrientes ellos (no en todo el país se pueden calzar ese traje, los de Apulia sí), y un patrimonio arquitectónico notable. Pinturita es el mapa urbano, repleto de tonos claros y joyas barrocas, ícono europeo en esos ministerios.

Al respecto, destacan la Catedral y el Palazzo del Seminario (vecinas a la Piazza del Duomo), la Chiesa (iglesia) del Gesú y, sobre todo, la Basílica di Santa Croce, entre otros muchos baluartes del renacimiento. La piedra empleada en cada construcción, tan talentosamente labradas en el detalle, salió de esta misma tierra. De Lecce, el tacón de la bota al que, por lo visto, la omisión de las masas le sienta de maravillas.

De tanos no tan tanos y lenguas griegas

En Apulia, por idiosincrasia y por bolsillo, casi no se lucen las finas telas del norte, y los paisanos andan vestidos muy terrenalmente. Un “pecato” a ojos de los elegantes milaneses, turineses, florentinos o romanos.

Miradas que, sin embargo, ni cerca están de hacer mella en el devenir local, demasiado acostumbrado al pago chico, a las manos sucias en el contacto carnal con el mar. La particular, forma parte de la tan mentada dicotomía norte-sur, que en Italia pareciera partir el mapa en dos países, en dos continentes.

Con todo, los locales confiesan orgullosos su patriotismo, su sangre tana, a pesar de los pesares y de lo olvidado que los tiene el Estado central. Y a los más conservadores no les hace mucha gracia cuando el viajero trae a cuento que, en el sector de la Grecia Salentina (al interior de la provincia, en la zona de colinas), se siga hablando el griko, una variante del griego.

Allí, a la antigua lengua la practican la mayoría de los lugareños (aproximadamente 50 mil habitantes cobija la región), y en un encomiable esfuerzo por mantenerla viva, es enseñada en colegios y hasta universidades.

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