Si te dieran tres opciones entre las cuales elegir en qué club podría exiliarse Fernando Gago de su experiencia europea, por apenas seis meses, probablemente sobrarían dos. ¿Quién no habría puesto la cruz en Boca, donde jugó 81 partidos y ganó cinco títulos? Pero no. Por algo eso de que el fútbol es la dinámica de lo impensado, que patentó Dante Panzeri hace más de medio siglo, mantiene una vigencia absoluta y no sólo para lo que pasa con la pelota dentro de la cancha.
Gago, hacia fines de 2012, sabía que sus horas en Valencia estaban contadas. Por cuestiones de afinidades, de sintonía y hasta por motivos personales como el embarazo de su mujer (Gisela Dulko), a fin de año se activó el operativo búsqueda de destino. Mientras analizaba alternativas, surgió una negociación con Boca. Por ese entonces, claro, el Xeneize recién había explotado y la olla estaba caliente. Se incendiaba entre las declaraciones de Riquelme, la bronca de los hinchas que habían echado a Falcioni y la incertidumbre del regreso de Bianchi. Pero la chance del regreso de Gago, si bien no estaba cerrada y Valencia no iba a mandarlo a Sudamérica ante la primera opción, era una posibilidad sobre la mesa.
Con la llegada de Bianchi, en Boca se acomodó el panorama. En una de las charlas que el presidente Daniel Angelici tuvo con el Virrey, a la hora de hablar de refuerzos, surgió el nombre de “Pintita”. Pasó. El 12 de enero cuando abrocharon a Ribair Rodríguez, el club se retiró del mercado. Con las puertas de Boca cerradas, en plena pretemporada, con el plantel completo y el libro de pases en sus minutos finales, al club español no le quedó otra que firmar su salida adonde fuera. Ese donde fuera, Christian Bassedas, manager del Fortín que se enteró de la chance y se movió con sigilo, fue Vélez. Por eso, no a Boca.