Era un callejón de tierra bien adentro, no muy lejos de la ciudad de Mendoza pero sí en una zona que parecía olvidada por todos. De la humilde casa salió la madre y detrás suyo, la niña. “Sí, soy yo de la que hablan”, dijo María (nombre ficticio) con la voz quebrada en la garganta. Su mirada, inocente y limpia, transmitía una profunda tristeza, esa que por momentos parece quitar toda la fuerza de la vida.
En ese momento (2010) ella tenía 13 años. Desde hacía mucho tiempo un vecino la sometía a todos los abusos que le venían en gana sin que nadie lo evitara. De acuerdo a las denuncias policiales, el agresor se valía de su fuerza y la mayoría de las veces utilizaba armas de fuego para llevar a la pequeña a un descampado y violarla, mientras su madre salía a ganar algo de dinero para llevar comida a casa.
Así, sola y en silencio, con un dolor físico, emocional y psicológico imposible de describir, ella sólo soportó. Calló porque, además, el agresor de 33 años le había dicho que si hablaba la mataría a ella, a su madre y a su hermano pequeño. Recién pudo contar a su mamá lo que le estaba ocurriendo cuando un día se percató de que estaba embarazada. Llegó el momento de las denuncias y del pedido para interrumpir el embarazo. El violador quedó detenido e investigado mientras se realizaban las pericias necesarias.
Pero a medida que la gestación avanzaba, ninguna solución se producía desde lo legal ni tampoco desde el sistema sanitario. Solas, desprotegidas y casi sin recursos, ellas decidieron traer al mundo al bebé y, para eso, María tuvo que renunciar -entre otras cosas- a continuar la escuela. Según lo que su madre explicó días después, su hija ya había sufrido demasiado y “el camino para intentar el aborto es muy difícil”.
Al recordar este caso, me pregunto cuántos iguales se repiten sin que nadie se entere, sin que nadie actúe a tiempo. Pienso en las niñas y adolescentes que al igual que María se ven entrampadas no sólo en el abuso, sino en la indiferencia de toda una sociedad, en la lentitud del sistema y en los vericuetos de un debate que no encuentra salida.
No puedo dejar de preguntarme dónde están las organizaciones que se autodenominan “pro-vida”; también me planteo dónde estaban los que apoyan el aborto no punible cuando María los necesitaba. Quizá, si unos y otros hubieran estado en esa desprotegida barriada, colaborando para evitar que un hecho semejante se produjera, ¿alguien hubiera alertado a tiempo? ¿Se hubiesen evitado las violaciones?
Son interrogantes que espero algún día podamos resolver. Porque creo que sólo en la medida en que todos intentemos (al menos por unos segundos) ponernos en el lugar de quienes pasan por una situación semejante, quizá logremos activar mecanismos más ágiles e integrales. Y porque sólo si nos sinceramos como sociedad será posible dejar de opinar desde la lejanía para poder mirar de frente a todas las Marías.