A punto de cumplir 10 meses en sus respectivos cargos, el radical Rodolfo Suárez y el peronista Alberto Fernández han visto cómo la pandemia y sus propias decisiones políticas han trazado paralelas en sus gestiones provincial y nacional -respectivamente-, por más que quienes los votaron están ubicados en lados opuestos de la grieta.
El diálogo y el consenso son los dos conceptos a los que ambos apostaron siempre en sus carreras políticas. Suárez, con menos recorrido pero con más experiencia ejecutiva ya que llegó a la Casa de Gobierno tras ser intendente. Fernández, con más años de “rosca” como operador del primer kirchnerismo y después como jefe de Gabinete de ambos Kirchner.
Ese ADN no confrontativo lo pusieron en práctica ni bien se declaró el Covid en el país. El Presidente llegó al récord de apoyo popular (más del 90%) cuando se mostraba en reuniones ecuménicas con todos los gobernadores, oficialistas y opositores, gestionando la pandemia sin imponer decisiones y escuchando a todos. Suárez repitió esa experiencia con los intendentes en Mendoza y hasta con los legisladores nacionales, sentándolos en la mesa redonda del cuarto piso de la Casa de Gobierno en fotos que graficaron mejor que nada el consenso tan declamado.
Pero no solo el éxito de esos días une sus gestiones, también las derrotas que cosecharon en esos 10 meses. Decisiones que ellos alumbraron como seguras victorias políticas y que, como un búmeran, volvieron como reveses. O que, siguiendo con la alegoría deportiva, quedaron en un aburrido 0 a 0 cuando prometían goleada.
Le pasó a Suárez cuando al día siguiente de asumir impulsó la reforma de la 7722, una promesa de campaña que tras 20 días de furia en las calles, debió anular. La semana pasada, el Gobernador vio un deja vú de ese diciembre caliente y decidió frenar el debate de la Ley de Educación que había propuesto. Mientras tanto, como ironizó ante Los Andes el senador K Lucas Ilardo, Suárez ha ido “revoleando” proyectos a la Legislatura que para él son clave y terminan en un limbo. La Reforma Constitucional, presentada hace dos meses con bombos y platillos, parece dormir una siesta sin nadie, salvo el ministro Víctor Ibáñez, que la milite en el oficialismo. Y el Consejo Económico y Social, visto como parte del ecumenismo que el Gobernador imaginó como su impronta de Gobierno, arrancaría tímidamente recién en diciembre y sin participación de la oposición, que ni siquiera le votó la Ley.
En su entorno, se enorgullecen -como lo hizo la senadora Natalia Eisenchlas- de que Suárez ha cumplido en este primer año con todas sus promesas de campaña. O lo que es lo mismo, que todo lo que dijo que iba a hacer lo está haciendo. Por más que en ese balance los resultados no sean los buscados.
Lo mismo le pasa a Fernández, con el agravante de que para el Presidente, cada día pasa parece más evidente la debilidad de su poder. Que es una debilidad de origen, porque quien lo puso ahí es nada menos que su Vicepresidenta.
El mandatario nacional, a diferencia de Suárez, no puede jactarse de estar haciendo lo que prometió. Hace un año hablaba de que iba a “llenarle la heladera a todos los argentinos”, pero la pandemia le voló los papeles. Quizás la única política pura del “albertismo” haya sido la cuarentena, que así como fue exitosa al principio se revela como un fracaso siete meses después producto de que los contagios de Covid-19 no se evitaron sino que solo se patearon para adelante. Y en el medio, se destruyó la economía profundizando la recesión.
El resto de las iniciativas de Fernández fueron parte de la agenda de su Vice y le han provocado un desgaste inédito para solo 10 meses de mandato. Allí entran la expropiación de Vicentin (el equivalente a la 7722 de Suárez), la Reforma Judicial y la posterior avanzada contra los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli, que incluye ahora un enfrentamiento con la Corte Suprema. En el medio han quedado solo como buenas intenciones la Mesa contra el Hambre y el Consejo Económico y Social, iniciativas también ecumenistas con las que Fernández ha amagado pero que siguen sin ser implementadas postergadas por las urgencias judiciales de su Vice.
En estos contextos de pocos avances y notorios retrocesos, las lupas se han enfocado en los gabinetes de Suárez y de Fernández. Sobre todo en sus funcionarios más políticos. El oficialismo provincial ha empezado a mirar con recelo al ministro de Gobierno, Víctor Ibáñez, señalándolo como el responsable de la falta de previsión política a la hora de impulsar proyectos. Y lo contrapone a Mario Abed, el Vice y operador legislativo al que Suárez ha debido recurrir para dialogar con la oposición.
En la Nación, los cañones apuntan a Santiago Cafiero, el jefe de un Gabinete multitudinario pero poco efectivo para La Cámpora y el massismo, las otras patas de la alianza oficialista que encaramó a Fernández en la Presidencia. Allí, el rol negociador que aquí cumple Abed lo adopta Sergio Massa, aunque con mayor autonomía, a veces demasiada para el gusto de Alberto y de Cristina.
Así, con avances que quedan a medio camino y errores no forzados que dejan cicatrices, Suárez y Fernández está completando su primer año de gestión mirándose en el mismo espejo, aunque la última vez que hablaron entre si fue hace más de un mes, en Olivos. Ese día, el Gobernador invitó al Presidente a venir a Mendoza, visita que después la Nación confirmó y suspendió a último momento sin nunca aclarar las razones.
Pese a eso, a los vaivenes con Portezuelo y a la discriminación a la provincia en el reparto de recursos nacionales, Suárez sigue apostando al diálogo y a la convivencia pacífica con Fernández, como si en el fondo se viera reflejado en el Presidente, en sus problemas y en sus dificultades para gestionar en medio del fuego amigo y enemigo.