Alberto Fernández cumplirá en los próximos días su primer año como presidente de los argentinos, de un país volátil y cíclico que transita los efectos del descalabro económico y social, de una lógica política viciada por la herramienta de la polarización, y en el que cualquier esperanza para definir un rumbo se interrumpió por completo con la incertidumbre generalizada que instaló la pandemia.
Fueron 12 meses eternos en los que todo cambió, en todos lados, salvo el drama original con el que Fernández inició su gestión en la Casa Rosada: la Argentina se mantiene sumergida en las enormes incógnitas que frustran la salida de la recesión y el inicio de la marcha consistente y menos dañina que permita revertir, primero, los inaceptables números de la pobreza que ya alcanzó al 44,2% de la población, según la UCA.
La vibrante línea de tiempo de este primer año del Presidente incluye aciertos y esfuerzos que permitieron amortiguar los coletazos de la debacle epidemiológica, pero también contramarchas y errores no forzados.
Hubo pasos en falso tanto para afrontar los conflictos domésticos que tomaron otra dimensión con la pandemia, como también en el camino para forjar la impronta albertista, la identidad tan anhelada para conducir una amplia y compleja coalición de gobierno en la que la base electoral está en manos de Cristina Kirchner.
Este primer tramo del gobierno del Frente de Todos también se diferencia por etapas, delimitadas por el rumbo de la gestión, los logros, los embates internos, los que impuso la grieta y, claro, el ánimo social.
El primer momento albertista apunó a manejar dramas heredados e inevitables como el conflicto de la deuda externa (con alrededor de U$S 65.000 millones en manos de acreedores externos y otros más de U$S 45.000 del FMI) y la frenética carrera de la inflación, que en 2019 finalizó con una suba acumulada de 53,8%, su mayor salto desde 1991.
En su afán por alcanzar el equilibrio y el margen necesario para negociar, Fernández desindexó la economía: reforzó el cepo al dólar, elevó las retenciones al campo, congeló las tarifas de los servicios públicos y dejó sin efecto la fórmula macrista para actualizar las jubilaciones. Aprovechó la fortaleza de arranque.
Aunque en esa instancia inicial Fernández también protagonizó los primeros cortocircuitos con sus bases kirchneristas, que le reclamaban calificar como “presos políticos” a los ex funcionarios de Cristina Kirchner detenidos, el frente que todo lo cambió apareció en marzo cuando se detectó el primer caso de Covid-19. En cuestión de días, el rumbo que el Jefe de Estado planteó en su primer discurso ante el Congreso quedó en jaque.
A partir de ahí, el Presidente asumió la épica cruzada para frenar la propagación del virus y salvar vidas. Capitalizó la situación para relucir las habilidades que se le asignan de negociación y activó las líneas directas con los gobernadores. Lo más esperanzador de esa etapa fue la convivencia que logró entre el macrista Horacio Rodríguez Larreta y el kirchnerista Axel Kicillof, que se materializó con reiteradas cumbres en Olivos.
“Cuando se puso en el rol del padre protector, su imagen positiva saltó al 68%, ganó 30 puntos. Es un caso atípico que en los últimos 30 años se vio solamente una vez, cuando Jorge Bergoglio se convirtió en el papa Francisco”, describió el analista político y consultor Jorge Giacobbe (h).
Aquella fue la secuencia de mayor conexión entre Alberto y el clamor social, en la que puso en marcha un inédito plan de asistencia para amortiguar el impacto que generó la parálisis de la cuarentena.
Pero las cosas no tardaron en complicarse por el hastío asociado a las restricciones, bandera que tomó Juntos por el Cambio, y algunas desinteligencias, como lo fueron las filas de jubilados en las puertas de los bancos. Le siguieron el apuro para intervenir Vicentin y los consecuentes banderazos contra ese plan kirchnerista, los cruces entre Sabina Fréderic y Sergio Berni, el levantamiento de la Policía bonaerense, la promoción de la reforma judicial, las tomas de tierras y la inexplicable pérdida del año educativo.
La imagen de Fernández se desvaneció y su poder de acción volvió a depender del electorado cristinista. El fenómeno y la incapacidad del oficialismo para resguardar su figura no tardaron en alimentar las voces que alertan sobre un doble comando. Eso opacó algunos logros, como lo fue el acuerdo con los bonistas que consiguió Martín Guzmán, el outsider de la política que se convirtió inesperadamente en el principal ladero del Presidente y en su gran apuesta para ordenar la marcha.
El primer anuario del Presidente se completa con el escándalo que provocó su decisión de anular los traslados de Macri de tres camaristas y que ratificaron procesamientos contra Cristina Kirchner en causas de corrupción. Las marchas de autoconvocados que forzaron una marcha atrás en el caso Vicentin se transformaron en la modalidad de protesta para promover una incontable lista de reclamos contra la Casa Rosada.
Esa lógica desdibujó al Alberto conciliador y decidido a tomar medidas complejas, como la cuarentena, convirtiendo al Presidente en una suerte de vocero para justificar cada paso cuestionado, cada apuro descontextualizado y las contradicciones de su coalición. Cristina contribuyó con ese desgaste con la carta pública en las que habló de “funcionarios que no funcionan”, frase que anticipó o promovió el primer cambio en el Gabinete: María Eugenia Bielsa fue reemplazada por el kirchnerista Jorge Ferraresi tras el conflicto generalizado de las tomas de tierras.
Y claro que los desafíos de la economía aportaron dramatismo con un dólar que avanzó hacia máximos históricos a pesar del ampliado cepo. Las limitadas reservas del Banco Central y la brecha cambiaria se transformaron en la luz de alarma y Alberto decidió empoderar a Guzmán para estabilizar el frente mientras resuelve las discusiones con el Fondo.
Fernández volvió a ser el Fernández que le habla a su base de sustentación electoral, el kirchnerismo de Cristina Kirchner, y la cercanía con las elecciones de medio término hizo que recurra a la lógica de la confrontación y de la construcción de un rival, rol que en esta oportunidad parece tocarle a Rodríguez Larreta.
En el nuevo escenario, Fernández y Larreta comparten el dilema de jugar con votos que no construyeron y el drama de tener que pagar los costos de coaliciones multifacéticas. Pero además, en el caso del Presidente, el pasado reciente demostró que correrá con otra desventaja porque desaprovechó una oportunidad propia de los momentos excepcionales, como el que forjó el coronavirus, porque intentó sin éxito construir una narrativa de comunión social para no ser rehén del peso de la grieta.