La política científica ha ganado un lugar en la agenda gubernamental. La cuestión salarial y del financiamiento de la investigación, recientemente, ha sido motivo de reclamos, movilizaciones y diversas interpretaciones. Al igual que en la cuestión docente, la remuneración de investigadores y de sus condiciones laborales merece ser tenida en consideración, con la absoluta convicción de que no hay futuro sin ciencias.
Pero el problema no se agota en esta cuestión. Tomemos en consideración la biología. Esta disciplina es, sin duda, una de las plataformas tecnológicas más importantes del futuro próximo. Al punto que hoy resulta bastante complicado definir a qué se llama con precisión biotecnología. Con la llegada de la tecnología de edición de genes Crispr, la biología pronto va a converger con la medicina, la agricultura, los nuevos materiales, la producción de energía e incluso con la inteligencia artificial para influir en el futuro de toda la vida en nuestro planeta.
Con esta biología es posible que científicos -y mañana cualquier hijo de vecino- puedan diseñar, re-imaginar y fabricar sistemas completamente nuevos biológicos y componentes que, al momento, no existen en la naturaleza.
Sus aplicaciones permiten ofrecer nuevos biocombustibles, medicamentos, alimentos, materiales, bio-productos como órganos para trasplante, productos químicos, y procesos tan importantes como la fotosíntesis. Pero no todas tendrán el mismo impacto. Las tecnologías de edición genética, conocidas como Crispr (sigla en inglés de Clustered regularly interspaced short palindromic repeats) van a converger aceleradamente con la medicina, la agricultura, la industria, e incluso con la inteligencia artificial, modificando sustancialmente la vida en el futuro inmediato, las próximas dos décadas.
Todas sus posibles aplicaciones presentan dos aspectos que no siempre son considerados al evaluarse su incorporación a nuevos productos o procesos con destino al mercado: ellos son la ética y la seguridad.
Ya mencioné que pronto su disponibilidad excederá a la comunidad científica y que cualquier ciudadano común podrá realizar en su garaje o en "bio-hackers". Esto último se refiere a una tendencia global de hacer de la práctica científica una ciencia ciudadana en base a una versión accesible y distribuida de la biología, a través de soluciones tecnológicas de bajo costo, fuera de los entornos convencionales de la biología, como la universidad y las empresas de biotecnología. Se involucra aquí otra tendencia, "Hágalo usted mismo", (DIY) por sus siglas en inglés: do-it yourself), para la que no se precisa una formación rigurosa y sistémica, sino práctica y apoyo de comunidades con sólo algún miembro con formación académica. Todo esto reforzado por otra tendencia importante que es la baja continua de los costos de los análisis de ADN y de los equipos.
Si volvemos a las cuestiones pendientes: seguridad y ética, el problema se expande. Si cualquier persona puede hacer aquello que se le ocurra en materia de diseño y desarrollo de nuevos sistemas biológicos, estos pueden ser beneficiosos para el individuo y la sociedad; también muy perjudiciales, o ambas cosas simultáneamente. De revivir el mamut peludo a la creación de nuevos Frankenstein, el menú tiene innumerables opciones. Sin un análisis de riesgos y un código ético global, la biología sintética se constituye al mismo tiempo en una promesa y una amenaza.
Frente a esto si nos preguntamos quién debería intervenir para garantizar la seguridad de la ciudadanía y la ética frente a la innovación tecnológica, sin duda que lo primero que se nos viene a la mente es el gobierno. Cabría preguntarse qué gobierno, en tanto la ciencia y la tecnología son hoy globales. Pero es claro que los gobiernos carecen de una política nacional de la biología, más allá de la preocupación por el financiamiento de nuevos descubrimientos científicos y desarrollos tecnológicos, por las patentes y por el comercio internacional.
Cuando me refiero a gobierno hablo de sus tres ramas: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, porque si ellos no están al tanto de lo que es posible hoy y aún de lo que probablemente sucederá en el futuro, mal pueden tomar decisiones en cuestiones de gran importancia. Pero que ellos no lo hagan, no quiere decir que nadie se encargue de ello. Las grandes corporaciones tienen la capacidad de encubrir su compulsión por la ganancia y el retorno con ciertas bondades del producto o el proceso que resulta de la innovación, y orientar la inversión pública en general, lo que los economistas llaman "externalidades" y que básicamente consiste en hacer pagar al conjunto de la sociedad por aquello que debería haber invertido la empresa para hacer viable su desarrollo.
Frente a ello el gobierno necesita (en sus tres ramas) disponer de nuevas técnicas y métodos de información y previsión de tecnologías para hacer frente a lo que pueden generar las próximas tecnologías disruptivas. Es preciso que la comunidad científica se involucre también con las políticas públicas, no sólo en lo actual sino en la anticipación de lo que afectará a las actuales y futuras generaciones en un futuro no tan lejano. En ciencias ya no es posible realizar ningún trabajo de significación en forma individual. Sería imprescindible que un conjunto de científicos, no seleccionados por su orientación partidaria, sino por su versación en un amplio espectro del conocimiento, más especialistas en ética, expertos en política, y futuristas, puedan colaborar con el gobierno en recopilar la información necesaria para evaluar consecuencias de las nuevas tecnologías y en especial aquellas potencialmente disruptivas para asistir a la decisión política, regulatoria y judicial a desarrollar planes estratégicos en temas tan relevantes como la biología, la inteligencia artificial y robótica.