Más que cualquier otro operativo militar estadounidense desde la invasión de Irak, lo ocurrido con el asesinato del general Qasem Soleimani, líder de la Fuerza Quds de Irán, parte de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica del país, es un suceso sísmico. No cabe duda de que los asesinatos de Osama bin Laden y Abu Bakr al-Baghdadi, los líderes de Al Qaeda y el Estado Islámico, fueron significativos, pero también fueron en buena parte simbólicos, porque sus organizaciones prácticamente estaban destruidas. Haber liquidado al arquitecto de una campaña activa de décadas de violencia por parte de la República Islámica en contra de Estados Unidos y sus aliados, en especial Israel, representa una sacudida tectónica para la política de Oriente Medio.
Para dimensionar la muerte de Soleimani, sirve entender el juego geopolítico al que le dedicó la vida.
En El Líbano, Soleimani convirtió a la versión libanesa de Hezbolá en el poderoso Estado dentro de un Estado que conocemos en la actualidad. Hezbolá, una organización terrorista que recibe su financiamiento, sus armas y sus órdenes de avanzar de Teherán, tiene un arsenal de misiles más grande que los de la mayoría de los países de la región. El éxito del grupo ha sido sorprendente, pues ha ayudado a consolidar la influencia de Irán no sólo en El Líbano, sino en zonas más lejanas del mundo árabe.
Al tomar como base esta experiencia exitosa, Soleimani pasó la última década reproduciendo el modelo de Hezbolá en Irak, Siria y Yemen, apoyando a las milicias locales. En Siria, sus fuerzas se aliaron con Rusia para respaldar el régimen de Bashar al Asad, un proyecto que, en la práctica, ha dado como resultado la migración de más de 10 millones de personas y el asesinato de más de medio millón. En Irak, las milicias de Soleimani pisotean las instituciones legítimas del Estado. Subieron al poder, claro está, después de participar en una insurgencia, de la cual él fue el arquitecto, en contra de las fuerzas estadounidenses y de la coalición. Cientos de soldados estadounidenses perdieron la vida frente a las armas que la Fuerza Quds proporcionó a sus representantes iraquíes.
Soleimani construyó su imperio de milicias apostando a que Estados Unidos iba a evitar una confrontación directa. Esta maniobra sin duda pagó dividendos con el presidente Barack Obama, pero incluso parecía una apuesta segura con el presidente Trump, a pesar de su política manifiesta de “presión máxima”. Trump estaba presionando a Irán con sanciones económicas, y las manifestaciones populares en Irán, Irak y El Líbano exacerbaban la tensión, pero Soleimani supuso que, a fin de cuentas, el control de sus activos militares iba a obtener la victoria final. Parecía que Trump temía quedar atrapado en una guerra. En resumen, Washington carecía de una estrategia en tierra.
En setiembre, Soleimani y sus colegas supuestamente aprovecharon la ventaja que tenían atacando un yacimiento petrolero de Arabia Saudita, un acto de guerra que no obtuvo respuesta. Después, orquestó ataques contra los estadounidenses a cargo de sus representantes iraníes. El gobierno de Trump había dejado claro que atacar estadounidenses equivalía a cruzar una línea roja. Soleimani ya había escuchado otras amenazas de líderes pasados de Estados Unidos. Pensó que podía borrar la línea roja de Trump.
Su partida debilitará mucho más a Irán. Envalentonará a los rivales regionales del país -principalmente a Israel y Arabia Saudita- para que busquen consolidar sus intereses estratégicos con una mayor determinación. Asimismo, a los manifestantes de Irán, El Líbano y, en especial, Irak, les inculcará la esperanza de que algún día arrebatarán el control de sus gobiernos de las garras de la República Islámica.
En Washington, la decisión de asesinar a Soleimani representa el último clavo en el ataúd de la estrategia de Obama para Oriente Medio, la cual buscaba realinear los intereses de Estados Unidos con los de Irán.