La crisis que agita a la región urgió sin previo aviso a las elites políticas para que recuperen una práctica que tenían subestimada y desatendida: observar, y en lo posible predecir, el comportamiento de los grandes bloques sociales que están sacudiendo con inclemencia los mecanismos de contención de las instituciones.
Ninguno de los estallidos se ajustó a las previsiones que venían manejando los gobiernos como hipótesis de conflicto. Con los hechos consumados, puede verse hoy que el fin del ciclo dorado de las exportaciones regionales anticipaba el sismo.
Pero nadie se preparó -ni por izquierda, ni por derecha- para amortiguar sus efectos. La región sigue trémula, como un combustible inestable.
En ese contexto, el gobierno de Mauricio Macri transita sus últimos días con el riesgo de una percepción distorsionada. La remontada electoral le insufló oxígeno para una transición sin infartos. Pero esa tranquilidad, relativa e inesperada, ya confundió a la coalición que dejará la Casa Rosada en diciembre.
La conducción del nuevo bloque político que le entregó el 40 por ciento de los votos a la reelección frustrada de Macri es ahora objeto de una disputa descarnada, con lecturas tan disímiles que permiten dudar de su unidad estratégica.
El liderazgo de Macri es discutido, sin mucha discreción, en su propio partido. Las objeciones internas a Marcos Peña interesan menos que la especulación oscilante de los dos principales referentes territoriales del PRO: Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal.
El radicalismo cruje con una controversia de riesgo elevado. Están confrontando dos criterios diferenciados para la relación con el nuevo oficialismo. La charla airada que mantuvieron Alfredo Cornejo y Gerardo Morales atraviesa mucho más que las nuevas autoridades partidarias y de los bloques legislativos.
Son dos interpretaciones distintas del mandato implícito en el 40 por ciento. Un sector prioriza el sesgo de distancia y control. El otro sector no descarta una ruptura para ofrecerse como articulador de mayorías circunstanciales en un escenario de eventual fricción de Alberto Fernández con el liderazgo por ahora silente de Cristina Kirchner.
Son diferencias que tensan la tolerancia del bloque que levantó a Cambiemos de las cenizas y lo puso en la puerta de una salida digna. Un sector social que demostró poder de movilización, pero despierta dudas sobre su organicidad y permanencia. Y una marea de votantes convencida de que los referentes de Cambiemos no lideraron la reacción posterior a las Paso: fueron empujados desde abajo para que no claudiquen.
Alberto Fernández actúa como si tuviese la certeza de que ese bloque va en camino a la dispersión. Sin embargo, la política interior a la que más atención le dispensó es aquella sobre la cual giró la recuperación electoral de Macri: la administración de justicia, en especial para los casos de corrupción que complican a Cristina Fernández de Kirchner.
Solo en los tribunales, la transición va más rápido. A la decisión del Congreso Nacional sobre la aplicación más restrictiva de las prisiones preventivas le sobrevino una declaración del papa Francisco. Construida, con pelos y señales, para darle un manto de protección a lo que viene: una amnistía por vía procesal de los detenidos por casos de corrupción.
Bergoglio fue más allá de las prisiones preventivas. Convalidó la teoría del lawfare. La doctrina conspirativa sobre la connivencia entre jueces, medios de comunicación y corporaciones económicas para perseguir a los líderes del nacional populismo en la región.
Alberto Fernández ya tiene la bendición papal para explicarle a la sociedad argentina que las causas por corrupción deben agonizar y diluirse por mandato divino. Pero la articulación operativa le demandará una interlocución especial con los tribunales.
El kirchnerismo no tuvo un sólo modo de relación con los tribunales. El primer Néstor Kirchner delegó esa gestión en los buenos modales de Horacio Rossatti y los consejos de Gustavo Béliz. Cuando consolidó su liderazgo interno, comenzó a gerenciar personalmente los vínculos a través de operadores de trastienda, como Javier Fernández. El cuello del exjuez Norberto Oyarbide fue testigo de ese segundo momento.
Cristina planteó el tema en términos cismáticos. A lo que consideraba el "partido judicial" le opuso otro con Justicia Legítima. Fue una interna que perdió.
Alberto Fernández envió señales con interlocutores conocidos en tribunales: Marcela Losardo, Alberto Iribarne, Julio Vitobello. Por el momento, el zaffaronismo no está en la mesa. Algo que le permitiría al nuevo gobierno avanzar con un conflicto sobre el cual hay un consenso tácito entre oficialismo y oposición: Comodoro Py.
En la Corte Suprema observan esa dinámica con parsimonia. Hay algunas variables despejadas. No habrá reforma de la Constitución Nacional y el albertismo no promueve una ampliación del máximo tribunal.
El horizonte que los jueces supremos ven como amenaza es el mismo que aflige al país entero. La economía sigue sin señales claras. Guillermo Nielsen ensaya algún diálogo para abordar la crisis de la deuda externa.
Pero el riesgo país está al borde de un cambio drástico de interlocución. Si sigue subiendo por la incertidumbre política, pueden entrar en escena los fondos buitres.
El país los conoce. Son interlocutores ásperos, cuyo negocio es encontrar litigios antes que acuerdos.