Hay veces que las personas se preguntan por qué los jueces no hacen tal o cual cosa. O sea: por qué no actúan de oficio, por qué no resolvió de tal manera. Y, algunas veces, a merced de este sentimiento popular toman decisiones que, en rigor, exceden su incumbencia.
Hay un error de perspectiva de la función del juez, figura que se la toma como central cuando la figura central de un proceso son las partes que litigan, sea materia penal, civil, laboral, etcétera, ya que son las interesadas directas en la cuestión.
Hay tres zonas generales en las que se desenvuelven las funciones estatales: la ejecutiva, a cargo del presidente o gobernadores; la legislativa, a cargo del Congreso o legislaturas; y la judicial, a cargo de los jueces con cabeza en las cortes supremas, a quien se otorga "el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación" (artículo 116 de la Constitución Nacional).
En este sentido, el Legislativo -y a veces el Ejecutivo (más de lo que constitucionalmente debiera)- dictan reglas generales que contienen un supuesto de hecho (categorías de casos) y consecuencias jurídicas atribuibles a aquél. Así, por ejemplo, la compraventa es la obligación de transferir la propiedad de una cosa a cambio de un precio en dinero (artículo 1.123 del Código Civil y Comercial); una casa, un auto, un caramelo son distintos objetos, pero son cosas para el derecho y adquiridos por un precio en dinero, configuraría un contrato de compraventa.
Siguiendo el ejemplo, si el precio no se pagara o la cosa no se entregara, por la división de funciones estatales establecidas, la parte perjudicada debe acudir al juez para que dirima la cuestión. La norma general establecida por el legislador, para ser coactivada en un caso concreto, debe serlo por medio de una sentencia judicial, precedida de un proceso judicial, en el cual los derechos son inviolables (artículos 17 y 18 de la Constitución Nacional).
Ahora, esta ocurrencia por ante el juez, está porque la esencia de la jurisdicción -“decir el derecho”- es la sustitución de la voluntad del desobediente por la del Estado. O sea, cuando una persona voluntariamente no cumple su deber u obligación, la forma en que sea cumplida es por la sustitución de tal voluntad remisa por la del Estado, que el juez emite en la sentencia la cual, de no ser voluntariamente acatada, debe ser ejecutada a través de una etapa del proceso denominada ejecución de resoluciones judiciales.
Si, como dijimos, la esencia de la jurisdicción es la sustitución de la voluntad del renuente, entonces tal poder está limitado por la voluntad del que pide la sustitución de voluntad del remiso. Esto es algo bastante lógico: Si quien quiere un objeto se satisface con ese objeto, entonces en la vida real quien lo entrega como pago satisface plenamente su deber u obligación (se diría que se cumple con los requisitos de identidad, integridad, puntualidad y localización -artículo 867 del Código Civil y Comercial).
En materia judicial es igual, el querer de quien pretende pone valla infranqueable al poder jurisdiccional ya que debe sustituir únicamente en la proporción de lo pedido (esto se conoce como congruencia procesal, o sea, la estricta correspondencia entre lo pretendido y lo sentenciado, no dando más, menos ni otra cosa de lo pedido).
Ésta es la razón por la cual los jueces no pueden resolver algo diferente a lo que se les pide ni actuar de oficio, puesto que de lo contrario estarían excediendo su competencia constitucional.
La limitación del juez a su estricta función hace a la esencia del sistema liberal adoptado por la Constitución, y previene de los excesos del poder.