Por Jorge Sosa - Especial para Los Andes
Dicen que el mundo ha avanzado mucho en los últimos cien años. Yo creo que ha cambiado mucho pero no estoy absolutamente convencido de que haya avanzado. Por lo menos no estoy seguro en algunos rubros. Por ejemplo la contaminación.
Nuestros abuelos también contaminaban pero, en su época, todavía el petróleo no había desparramado su juguito de dinosaurio por todo el mundo, por lo tanto el agujero de ozono era un agujerito, el efecto invernadero no se conocía, no había bolsas de plástico, ni vasos de plástico, ni botellas de plástico andando por las acequias. Había agua. Tampoco había derrames de crudos sobre nuestros ríos, y como las industrias funcionaban a viento o a pedal el canal Pescara no sólo era cristalino sino que invitaba a algún chapuzón veraniego. Ahora te zambullís en sus aguas y rebotás.
Con respecto a la contaminación sonora los ruidos más destemplados eran en aquella época alguna que otra guerra y/o revolución, algún choco al que le habían agarrado la cola con la tranquera, un malambo en piso de madera, o el golpe de las persianas cuando soplaba zonda.
Había tan poco ruido que a veces las dos orejas sobraban. Por eso Van Gogh, pudo cortarse una oreja, para gastar menos pintura en su autorretrato.
Nosotros por el contrario debemos soportar estridencias, aullidos, barullos, batifondos, y bochinches a cada rato. Bocinas de automóviles de tipos que parecen anunciar: “abran paso que aquí vengo yo”. Máquinas cuyos chirridos te producen la misma sensacion que si te estuvieran clavando un pan flauta en el oído. Taladros neumáticos que perforan el pavimento y te dejan agujereada la paciencia.
Adolescentes que de noche escuchan música a tanto volumen que toda la cuadra sale a la calle en ropa interior preguntando: ¿Sintió el temblor?
Sí, ahora estamos sometidos a una andanada de ruidos cosmopolitas sin contar a Pimpinella ni a los Wachiturros . Pero hay dos particularmente que le pueden llegar a poner los pelos de punta hasta a Cavallo. Uno es el sonido de las alarmas de los autos. De esas alarmas que suenan aunque no haya un ladrón ni a un kilómetro a la redonda, pero suenan igual, por las dudas. Y las escuchan todos menos el dueño del auto. Escuchan sus agudeces reiteradas con esas musiquitas más insoportables que orzuelo en el paladar.
Insoportables e insistentes, porque están preparadas para no parar. Su misión es no parar hasta que el gobierno declare epidemia de otitis.
Y el otro ruido es el del escape libre de las motos. De pronto estás caminando por una de las callecitas del centro, esas que tienen ese ¡Qué se yo! ¿Viste? Y te pasa por el costado uno de esos adminículos bípedos, en segunda y acelerando y vos te quedás en la vereda tratando de arreglar yunque, estribo, martillo, pabellón, tímpano y Trompas de Eustaquio porque han quedado todos patas para arriba. A uno no le preocupa mucho que la moto pase con el escape libre, lo preocupa que esté libre el dueño de la moto.
Es como una cachetada en la paz, un puñal de filo estridente clavado en medio del silencio, un estallido que pasa raspando el aire. Y el tipo se queda recordando a la madre del ruidoso pero sin alternativa de chille. Porque no puede ir a decirle al policía de la esquina: “Mire, agente. Aquella moto me hizo buba”
Según me han dicho la mayoría de estas motos provienen del Japón. No creo que sea sólo por negocio que los japoneses hacen esto, debe ser un intento desesperado por sacárselas de encima.