Es un cisne el que languidece en una transición existencial que va desde el suelo terreno hasta quién sabe qué porción del universo y emprende, resurgente, el regreso hacia el punto de partida original. Una ley del eterno retorno en modo nietzcheano, quizás. La resurrección, en modo mítico y que atraviesa creencias que mixturan los tiempos remotos con los actuales. Toda una metáfora de la existencia, también. Los acordes acompañan el movimiento armónico del cuerpo en una sincronía que eleva el clímax hacia la consumación de lo perfecto. El escenario. La orquesta. La tensión que despierta adrenalina en el público. La bailarina en un estado de gracia creativa. El arte hecho flecha y su impacto en el centro del pecho. El revulsivo de nuestras estructuras internas. La emoción. Lo visceral en el plano principal. La ratificación de nuestra existencia como humanos; verbigracia, la vida misma.
Maia Plissetskaia, de quien hoy se cumplen 3 años de su muerte, a los 89 años de edad, es la resultante de un cruce de alta intensidad deliberativa respecto del lugar que ocupa en la danza.
Los hay quienes sostienen que es la mejor artista de todos los tiempos que supo interpretar "La muerte del cisne", de Michel Fokine, la miniatura inspirada en el mítico "El lago de los cisnes", un clásico que es casi el documento de identidad del ballet. Los hay, además, quienes ven en ella a la intérprete ideal que deslumbró en las coreografías del excepcional Maurice Bejart, una bisagra en la expresión artística contemporánea. Los hay quienes prefieren sostenerla a partir de su gravitante historia de existencia, en la cual su propio padre - Mikhail Plisetski- fue fusilado por haberse opuesto públicamente al régimen stalinista; su madre y hermano fueron enviados al Gulag y la pequeña fue criada por sus tíos. Los hay, inclusive, quienes hacen foco de su influencia en generaciones jóvenes atribuyendo ese legado a la toma de decisión motu proprio para dotar de erotismo a sus interpretaciones en oposición a las costumbres de la época.
Hay muchas Plissetskaia dentro de Plissetskaia. No habría de qué sorprenderse. La figura pública en sintonía mundial está atravesada por tensiones múltiples, entre éstas las de origen político y - sobre todo - su arrastre hacia el ser funcional al sistema que rige como dominante, sea dónde, cómo y cuándo fuera. Lo vemos hoy día, con estrellas de diferentes disciplinas que deben acomodarse al mainstream cotidiano para mantenerse en lo alto del podio. Ser o no ser, ésa es la cuestión: la ley del deseo propone pero la del sentido común, dispone.
Rusia abre su puerta hacia el pasado lejano y reciente para reflejarse en el futuro próximo como un epicentro de poder. La proximidad con el inicio de la Copa del Mundo aplica a la idea de utilizar al fútbol como un fenómeno que mueve la aguja del polo industrial que se genera a su alrededor. El ballet, sobre todo, también fue un ícono a escala planetaria de expansión de la transición imperial rumbo a la revolución del proletariado. Figuras icónicas femeninas anteriores a Plissetskaia tales como Anna Pávlova y Galina Ulanova provocaron tambñién que la escuela rusa se divulgara hasta nuestros días y creciera corriendo los límites siempre hacia delante.
Plissetskaia, nacida en Moscú, visitó la Argentina a mediados de los '70, en un período bisagra desde el punto de vista político y socio cultural en nuestro suelo. El Teatro Colón y el Luna Park fueron testigos de las colas de aficionados dispuestos a presenciar las perfomances de quien ya estaba convertida en una estrella de nivel premium. Las ovaciones con el público de pie tras cada representación fueron reflejadas por la prensa del momento como la respuesta lógica ante el genio de una creativa de la danza.
El Bolshoi de Moscú, el Mariinski de San Petersburgo y el Metropolitan de Nueva York, entre otros templos de la danza, formaron parte del hogar itinerante de quien supo decodificar entre tanta estructuración rígida cómo dotar de plasticidad y llevar el plano estético hasta el sumum.
Un cisne, en definitiva, que renace en miles de aprendices precoces desparramadas por el mundo y que se sostiene en interpretaciones diversas de bailarinas avezadas sea en el escenario que fuere.
La luz que encendió Plissetskaia - permítase la metáfora - induce a invocarla de continuo con el anglicismo cuya sonoridad hace juego con el apellido abreviado: Plis, Plissetskaia. Y allí está, despierta por enésima vez, esa maravillosa artista que puso su semilla para que las expresiones artísticas llegaran a muchos entusiastas en vez de a pocos escogidos o seleccionados.