Publiqué las primeras informaciones sobre el premio de Macchia sin conocerlo. Luego lo conocí. En el medio sucedieron varias cosas: cuando leí su relato no dudé en calificarlo de "genial". Después, recibí versiones sobre ese mismo cuento, anteriores, algunas que remitían a Condorito, otras a chistes, comencé a pensar. Leí todas las versiones. Y me importa bastante poco si se trata de un plagio o no, como se difunde en varios lugares.
¿Por qué? Dos razones: si fue plagio o una adaptación de una historia o mito popular, el autor muestra gran destreza en el oficio de escribir, o re-escribir. La intensidad conseguida por el relato de Macchia es superior a cualquiera de las versiones supuestamente originales. Y aunque el final de todos sea similar, el clima, la tensión y el desenlace lo muestran como un narrador que entiende de técnica. La segunda razón es un poco más general: ¿qué sería original y qué no, en estos días de pastiches, de copy paste a rabiar, de mezclas y cocoliches varios? ¿Quién mide la originalidad? Y en ese caso, ¿cómo se mide? De todos modos, y si es por plagiadores y escritores excepcionales, y para no irnos muy lejos, el caso del peruano Alfredo Bryce Echenique es, más que un botón, una mercería entera.
Por alguna razón, que una persona imponga un relato suyo, con el prestigio que conlleva, y además con una importante recompensa económica, merece un tratamiento, por lo menos, singular. De mediocres, inútiles e ineficientes tenemos los días llenos. Y mucho más en Mendoza.