La regla social de la monogamia indica que estamos autorizados a mantener relaciones conyugales con una sola persona. Al menos una a la vez. Por eso toda relación paralela está condenada al secreto, a permanecer oculta, ("soy lo prohibido", escribió Roberto Cantoral y cantó como nadie Olga Guillot).
Se podrá objetar que algunas culturas admiten la poligamia. Esto de ningún modo implica que no posean sus propios criterios de fidelidad conyugal. De hecho puede decirse que las conductas contrarias a ella son mucho menos toleradas que en las sociedades monógamas: un ejemplo conocido es el del Islam. En todo caso nuestra cultura occidental está fundada en la monogamia, el modelo que define los criterios sociales, morales y jurídicos relativos a las relaciones conyugales.
Hoy las fronteras entre la vida pública y la privada tienden a disolverse. Aspectos de la intimidad se convierten en indicadores de la conducta pública, cuando no en factores de posicionamiento electoral: lo acabamos de ver en la campaña presidencial francesa que tuvo por vencedor al joven Emmanuel Macron, acompañado por su bella y elegante esposa Brigitte, casi 25 años mayor que él: una relación magistralmente usada por el marketing electoral.
El asunto, como se ve, posee una importancia política de primer orden.
En una célebre pero terrible frase, Maquiavelo sostenía que los hombres se cuidan más de ofender a quien temen que a quien aman. En este contexto, las contundentes revelaciones de las infidelidades de Daniel Scioli a Gisela Berger, su última ex relación, ofrecen una perspectiva elocuente y a la vez, inquietante. Supongamos tan sólo por un momento que sus afectos son sinceros. Si ése es el trato que Scioli dispensa a su pareja, se confirma, por si quedara alguna duda, el modo en que ha gobernado su amada provincia de Buenos Aires. Más importante todavía: permite conjeturar cómo se habría portado con el país que dice amar en caso de que hubiera sido electo presidente.
Scioli se excusó. No discutía en público sobre su vida privada. Una artimaña de principios del siglo pasado. Pero al día siguiente confesó que se aprestaba a ser padre a los 60 años: ¡La vida privada convertida en recurso de campaña electoral! Difícil pensar en un oportunismo más crudo y vulgar. La controversia desatada por su ex pareja (y futura mamá) en torno al insistente pedido de Scioli de que abortara, agrega reparos y sombras a la catadura moral del candidato y muestra hasta qué punto la conducta privada revela sus verdaderas convicciones: no hay aquí disociación o contradicción entre vida privada y vida pública sino impostura, simulación. El hecho de que en la campaña presidencial se pronunciara en contra de la legalización del aborto muestra a las claras, en caso de que las declaraciones de su novia sean ciertas, la verdadera entidad de los principios que dice sostener.
En caso de que la sociedad argentina tuviera reflejos morales elementales, las evidencias en torno a la conducta privada de Scioli liquidarían toda posibilidad de su candidatura para las próximas elecciones. El hecho de que no sea así, o peor aún, la posibilidad de que el episodio termine favoreciendo sus ambiciones electorales, (en ese sentido, no habría que descartar que parte del episodio responda a una estrategia de exposición pública) pone en evidencia no tanto el sentido de la fidelidad o de la responsabilidad de Scioli -de eso ya tenemos datos suficientes- como la jerarquía de valores de la sociedad a la que pretende representar.
El proyecto político de Scioli no es el caso de un malvado pirata que se impone por la fuerza o el engaño a la voluntad de un conjunto de hombres honestos: más bien parece que apenas se trata de elegir al capitán del buque corsario.