“Fundose el pueblo de Tucumán a las orillas del Sali (...). El espacio abandonado sucesivamente de las aguas, se ha cubierto de la más fecunda y grata vegetación, de manera, que puesto uno sobre las orillas de la elevación en que está el pueblo, ve abierto bajo sus pies un vasto y azulado océano de bosques y prados que se dilata hacia el oriente hasta perderse de vista. Este cuadro que se abre a la vista oriental de Tucumán, de un carácter risueño y gracioso contrasta admirablemente con la parte occidental que, por el contrario, presenta un aspecto grandioso y sublime”.
Así describe Juan Bautista Alberdi al pueblo que lo vio nacer el 29 de agosto de 1810, para abandonarlo y figurar entre los protagonistas de nuestro pasado fundacional.
La belleza de sus jóvenes palabras contrastan con su infancia, de la que él mismo da cuentas: “Mi madre había cesado de existir, con ocasión y por causa de mi nacimiento.
Puedo así decir, como Rousseau, que mi nacimiento fue mi primera desgracia”. Esta tristeza lo acompaña a lo largo de su vida y la recoge en un poema:
"Tú viste arder las hachas funerales
del veraneo ataúd que fue mi cuna;
tú me viste enjuagar con mis pañales
las gotas de dolor una por una.
Pensando en mí dormiste entre los Santos.
Tú miraste a mi madre macilenta
rompiéndose el cristal de los encantos
que faltan a mi vida descontenta"
Su padre era un español que luchó contra los ingleses durante las invasiones a Buenos Aires. Estando en Tucumán, al llegar las noticias de la Revolución, adhirió al movimiento criollo, en defensa de la libertad -como buen vasco, en palabras de su hijo- y de la patria de su familia.
La historia del autor de “Bases” se toca con la de otras eminencias patrias, era pariente por vía materna de Gregorio Aráoz de La Madrid y siendo un niño conoció a Manuel Belgrano, amigo de su padre gracias a las luchas independentistas.
Al mando del Ejército del Norte el general confraternizó con muchos tucumanos en su estadía, al punto de tener una hija natural. Visitaba en muchas oportunidades a los Alberdi y jugaba con el pequeño Juan Bautista.
En marzo de 1816, el Congreso de Tucumán comenzó sus sesiones. Mientras San Martín acunaba la libertad en nuestra provincia y Sarmiento era llevado de casa en casa demostrando que sabía leer perfectamente, con poco más de cinco años.
Alberdi caminaba cada día hacia la escuela primaria que -en medio de la fiebre revolucionaria- había fundado Manuel Belgrano y era testigo de la gesta entre bambalinas.
Escribió sobre aquella época: “El campo de las glorias de mi patria, es también el de las delicias de mi infancia. Ambos éramos niños: la patria argentina tenía mis propios años. Yo me acuerdo de las veces que jugueteando entre el pasto y las flores veía los ejercicios disciplinares del ejército. Me parece que veo aún al general Belgrano cortejado de su plana mayor, recorrer las filas; me parece que oigo las músicas y el bullicio de las tropas y la estrepitosa concurrencia que alegraba esos campos (...) más de una vez jugué con los cañoncitos que servían a los estudios académicos de sus oficiales en el tapiz del salón de su casa de campo en la Ciudadela”.
Al cumplir diez años Juan Bautista perdió a su padre, víctima de un ataque al corazón. Sus hermanos mayores Felipe y Tránsito quedaron a su cargo, consiguieron en aquel momento una beca que el gobierno de Buenos Aires enviaba a las provincias para que algunos muchachos pudiesen continuar sus estudios en la capital. La iniciativa perteneció al gobernador Las Heras y su ministro Bernardino Rivadavia.
Cumplidos los 14 años llegó a Buenos Aires. Ingresó en el Colegio de Ciencias Morales dónde tuvo como compañeros a Antonio Wilde, Vicente Fidel López y Miguel Cané padre, con este último comenzará una profunda amistad. Alberdi no soportó la disciplina de aquella institución, cargada de malos tratos y penitencias ridículas. Dejó los estudios por un breve período mientras trabajaba como empleado en una tienda.
En 1831 comenzó la carrera de Leyes en la Universidad de Buenos Aires, antes de que fuera cerrada por Rosas. Sin embargo al año siguiente se trasladó a Córdoba para finalizar allí sus estudios, dado que el ambiente intelectual comenzaba a viciarse con el totalitarismo del Restaurador.
La vida lo llevaría por el mundo aunque con la mirada siempre puesta en Argentina. A través de sus textos el lector tropieza con la nostalgia del desarraigo, de aquél que no desea regresar pero que termina haciéndolo todo el tiempo: “Ha vuelto pues la primavera apetecida -escribió- y con lágrimas sabrosas el viajero saluda después de su larga peregrinación los dulces campos paternales. Entonces no canta sino llora de amor al recorrer el nido en que nació, el río, el árbol, el prado de los juegos de su infancia, y de sus primeros amores”.
Compartió banderas con los hombres más prominentes de su generación, Vélez Sársfield, Sarmiento, Mitre, Echeverría, etc. Su defensa acérrima del general Urquiza lo colocó en la vereda de enfrente de muchos, llegando al extremo de visitar a Rosas en el exilio, una vez que éste y el entrerriano volvieran a acercarse.
Tras conocerse en 1857 escribió al otrora Tirano: “Mi honorable Señor General. Había esperado tener el gusto de visitarle este año en Southampton, para responder a sus atenciones que no olvido a pesar del tiempo transcurrido, pero mil obstáculos menudos me obligan a postergar el cumplimiento de ese deber. No quiero sin embargo dejar pasar el año, sin presentarle mis respetos y renovarle los testimonios de mi constante aprecio y distinción, de un modo directo, pues por intermedio de amigos, no he cesado de tener ese gusto, y de saber igualmente por ellos que su salud y su espíritu se conservan fuertes y enteros como en sus bellos años”.
Protagonizó una existencia llena de contradicciones, como la de todos aquellos que hacen. Intentó morir en su patria regresando hacia 1880. Pero no fue posible. Los recelos seguían intactos en algunos corazones.
Mitre lo detestaba profundamente debido a las críticas de Juan Bautista a la Guerra de la Triple Alianza, fue entonces cuando hizo caer sobre el anciano todo el peso de su furia contenida, haciendo uso de la prensa. Era demasiado, se dijo a sí mismo Alberdi. Suficiente de este país para sus cansados sentidos.
De regreso en Francia la melancolía casi no lo dejaba respirar, se sentía solo y abandonado peregrinando por las calles de París. Roca, por entonces presidente, le otorgó el puesto de comisario general de Inmigración en dicha ciudad, pero a principios de 1884 las fuerzas del glorioso intelectual flaquearon.
Perdió la razón e internado en un sanatorio, a metros del Arco del Triunfo, deliraba. Años de viajes, voces y sueños se mezclaban en el padecer del ocaso. Dejó de comer y hablar, por las noches se arrojaba de su cama dando alaridos. Falleció el jueves 19 de junio de 1884 a las 11.30.
La noticia llegó esa noche a Buenos Aires por un telegrama al presidente Julio Argentino Roca.