Pichetto, o el peronista eterno - Por Carlos Salvador La Rosa

Pichetto, o el peronista eterno - Por Carlos Salvador La Rosa
Pichetto, o el peronista eterno - Por Carlos Salvador La Rosa

La economía y la política nunca se entrelazaron tanto como en la semana que pasó, sin dudas la peor semana de la presidencia de Mauricio Macri, siendo tanto el desconcierto que es imposible saber si las que vienen serán peores que la peor o si se comenzará de a poco a mejorar.

Hay muchas escenas para recordar de estos días fatídicos, pero quizá la más preocupante haya sido esa cuando a mitad de semana Mauricio Macri salió dos minutos por los medios para pedir que le tuvieran confianza porque estaba liderando efectivamente el país.

Le habló al pueblo y a los mercados a la vez. El pueblo ni se dio cuenta que le había hablado, pero los mercados le respondieron elevando el dólar a las nubes. A la crisis de confianza se le agregaba una crisis de autoridad, de liderazgo.

Reaparecieron así, intensamente, los fantasmas del pasado que nunca habían dejado de reinar en las sombras. Sobre todo la maldición bíblica que tienen los gobiernos no peronistas para terminar sus mandatos. Aunque hay que diferenciar gobiernos.

El de Raúl Alfonsín no terminó su mandato pero casi, ya que el presidente renunció un poco antes, ya electo su sucesor, porque había perdido todo atributo real del poder y la crisis económica parecía arrasarlo todo.

Sin embargo, el gobierno de Alfonsín fue un claro avance democrático en lo institucional, a pesar de sus errores. Había nacido advirtiendo de la existencia de un pacto sindical-militar que acechaba a la democracia y aunque nunca pudo mostrar pruebas, siempre tuvo toda la razón.

Ese “pacto” implícito le hizo todas las huelgas que pudo (a Menem, que fue mil veces más “entreguista” que Alfonsín, apenas le hicieron paros) e intentó –con los militares carapintadas– que el radicalismo fuera desplazado del poder por la fuerza. Sobre todo cuando Alfonsín tuvo el histórico coraje de juzgar a los genocidas.

Algunos dicen que otro pacto, el de Cavallo-Menem (Cavallo representando a las corporaciones económicas y Menem a sindicatos y militares nacionalistas) reemplazó el golpismo violento por un nuevo tipo de golpe: el del mercado.

Pero lo cierto es que ya llevamos 35 años de democracia continuada, y en gran medida las sólidas bases (una de las pocas cosas sólidas que tenemos) se las debemos a don Raúl.

Con Fernando de la Rúa fue al revés, su gobierno fue un enorme retroceso institucional. Quiso ser la cara prolija y progre del menemismo, por lo que devino (ante la imposibilidad de que el menemismo pueda tener algo de progre o prolijo) un monstruo deforme que voló por los aires tanto por siderales errores propios como por un peronismo que, desde que ganó las elecciones legislativas de un par de meses antes, ya había decidido apropiarse del poder presidencial que no había ganado en las urnas.

Todo lo que vino después no fue sino la continuación de este enorme retroceso institucional. Del cual aún hoy no nos hemos recuperado. Básicamente la democracia devino un continuo ir y venir entre corporaciones económicas y caudillos políticos, quienes a veces en guerra y a veces aliados, no tuvieron nunca entre sus prioridades promover algún tipo de avance institucional.

O peor, instalaron en el inconsciente colectivo la presunción de que los únicos que pueden terminar sus mandatos son los gobiernos peronistas, lo hagan bien o mal, por derecha o por izquierda.

Democracia monopólica dirían los que no les gusta eso. Democracia hegemónica dirían los que gobernaron hasta 2015, e ideológicamente les encanta eso.

En el presente, luego de que dos tsunamis fenomenales avanzaran ciegos y desafiantes sobre el poder político (los cuadernos de la coima y la crisis económica), los estragos de ambos cataclismos vienen superando la capacidad de la política para canalizarlos, para conducirlos de un modo que no se lleven puestas las deterioradas instituciones.

Y el gran desafío histórico que le tocaría a este gobierno no peronista para jugar un papel institucional progresivo como Alfonsín en vez de uno regresivo como De la Rúa, es el de finalizar en tiempo y forma su gestión, sea sucedido por otro del mismo signo o no, lo mismo da. En un país donde eso no ocurre desde 1928, no se trata de un tema menor.

Por su parte, los peronistas, que huelen nuevamente las delicias de la sangre del poder cuya cercanía suele vivificar sus sedientas gargantas, no han encontrado aún el caudillo que los unifique frente al probable vacío de poder. Como Menem cuando Alfonsín o Duhalde cuando De la Rúa.

Por eso se debaten entre tres alternativas: la de la restauración kirchnerista que propone Cristina. La de todos mezclados triunfaremos que proponen saltimbanquis como Solá o Alberto Fernández.

Y la de la “renovación conservadora” que –más a tono con los tiempos– propone el senador Miguel Angel Pichetto. Una especie de personaje en busca de un candidato para tan peculiar misión. Buscando entre varios figurones que lo único que tienen en claro es que les gustaría ser presidentes.

Pichetto cree que el peronismo debe unirse, pero sin Cristina. Piensa que la debacle se inició con la política económica de Kicillof, cuyo estatismo socialistoide exacerbado (en el camino de la venezuelización) echó por tierra con lo que de bueno había hecho Néstor Kirchner.

Y que Macri no pudo mejorar lo malo que dejó Cristina porque empezó desfasado: apostó al mundo globalizado e interdependiente que proponía Obama desde un liberalismo clásico, pero el que ganó fue Trump, enemigo feroz de ese modo de entender el mundo; un capitalista conservador, xenófobo y proteccionista.

Pichetto cree que el peronismo debe adaptarse y adaptar el país a la era Trump como Menem lo hizo con la era Reagan. No de casualidad el expresidente riojano lo propuso como su candidato.

Pichetto cree, además, que el peronismo debe hacer con Cristina lo mismo que en su oportunidad hizo con Menem en su ocaso, sacársela de encima.

Y concertar con el macrismo la gobernabilidad, entre otras cosas porque nunca estuvo en desacuerdo –en lo fundamental– con lo que económicamente está intentando Macri, sólo que cree que no lo logrará.

Pichetto es un peronista clásico, persuadido de que la Argentina y el peronismo son lo mismo, por lo que este país no tiene otro destino que ser gobernado por el PJ. Fue menemista convencido, kirchnerista convencido y ahora es crítico convencido de ambos, esperando ser el enterrador de los dos.

No en nombre de sí mismo, sino del peronismo eterno, ese de que sólo la organización vence al tiempo, como decía el General. Al menos por ahora, es el carcelero tanto de Menem como de Cristina.

El que tiene la llave para protegerlos en el aguantadero senatorial o entregarlos a la justicia que los reclama. Y el que también tiene la llave para darle oxígeno a un gobierno al cual los leales a la señora, y la señora, quisieran que vuele por los aires ya mismo.

Y si Pichetto tiene tantas llaves, si es el cerrajero del reino, es que la historia se está preparando para repetirse por enésima vez.

Con él o sin él. Con Macri o sin Macri. Con Cristina o sin Cristina. Lo importante es que todo cambie para que nada cambie.

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