Pescando Lunas

Pescando Lunas
Pescando Lunas

Nunca le dije lo mucho que me costaba recorrer la serpenteada senda que conducía hasta su casa; como una culebra indefinida penetraba en el sombrío y pantanoso vaho que dejaban las tristes lagunas una vez que bajaba el agua estancada de tantos meses de espera y en la que pululaban insectos de todas clases, y por consiguiente, sapos cantores capaces de interpretar en las noches de luna, armoniosas melodiosas que rozaban lo romántico.

Las mil y una historias que nuestros padres nos contaban a orillas del incansable fogón parecían cobrar vida en aquel largo recorrido que se tornaba interminable cuando caía el sol y mi necesidad de encontrarla.

Me atemorizaba pasar frente al algarrobo seco o “Árbol de los Suplicios” que estaba al lado de la capilla; parecía un monstruo gigante que amenazaba con sus tiznadas y chamuscadas ramas el paso de los viajeros.

En él habían sido colgados y torturados miles de aborígenes en la época de la colonización, dejando sus almas en pena vagando sin consuelo y sin cielo al lado del privado cementerio cristiano. Sus restos habían quedado allí como muestra ineludible de aquel tremendo genocidio y su prepotente historia de sangre.

El Sombrerudo, el Media Res o el Gritón no hubiesen podido amedrentar mis ganas de verla, de respirarla y mucho menos de pescar la luna a su lado.

Sólo apretaba el tranco agachando la cabeza, imaginando su risa, su voz y la dulzura de sus ojos para no caer en la salamanca que en las noches prohibidas se poblaba de voces y luces desquiciadas que confundían y perdían hasta los hombres más baqueanos del lugar.

¡Pescar la luna! Nunca podré olvidar la primera vez que la encontré chapoteando divertida en el río con el agua hasta las rodillas, riendo como loca, desordenada.

Parecía una amazona ejecutando alguna danza nativa, dando saltos, produciendo sonidos extraños, sacudiendo su cabeza sin sentido alguno. De pronto pasaba de la euforia a la calma y toda aquella revolución se trocaba en silencio y paz; su cuerpo se transformaba y amoldaba a la serena corriente del río que parecía escuchar sus latidos.

No entendía la insistencia de sus manos tratando de encerrar sutilmente, con la paciencia de un anciano, algo tan inimaginable como la luna. El reflejo se movía tembloroso como un pájaro a punto de ser enjaulado y ella cada vez más cautelosa la rodeaba etéreamente con sus dedos de seda como si fuese un niño.

Hoy puedo explicar con palabras vagas y difusas la sensación que me causó verla tan feliz, tan cristalina, tan llena de sueños. Con el tiempo entendí que aquello era el fiel reflejo de su vida; por momentos un torbellino capaz de arrasar con todo a su paso, y al instante, un cielo celeste poblado de blanquísimas nubes en el que las aves podían volar libremente.

Descubrí que la luna cabía en nuestras manos, en nuestras pequeñas vidas. Ella me enseñó que el secreto era hacerse parte del río, como lo hace el pez o el árbol en su margen y transformar nuestros escuálidos cuerpos en un cielo gigante que pudiera contener la luna.

Cuando por fin lográbamos posarla entre nosotros, tomados de las manos, refugiados en aquel silencio incalculable de la tarde, su rostro se iluminaba irradiando mil ideas en mi mente, haciéndome sonreír el alma y el corazón. Me sentía tan feliz por haberla complacido que deseaba congelar ese momento, hacerlo inmortal, eterno.

Cuando el ritual terminaba, las zambullidas y el chapaleo poblados de risas alertaban a su mamá que por unos minutos, como una cómplice invalorable, hacía oídos sordos a nuestros bullicios de niños, de enamorados.

Todo terminaba lentamente; el sol se entregaba vencido a la rotunda noche y nos trasladaba a la realidad haciendo que cada paso fuera infinito a su lado. Sin soltarnos las manos trepábamos la barranca ayudándonos en cada escollo, deseando que la subida fuera interminable y que el sudor de su piel en mi mano fuera un manantial de agua dulce inagotable del que yo pudiera beber eternamente.

Era tan feliz que la dicha de haber estado juntos me hacía olvidar de todos los miedos existentes; volvía embelesado, mirando las estrellas y satélites que cruzaban intrépidos el firmamento. Extraviado le hablaba a los astros, contándoles a cada paso mis sueños de amor, mis desvelos, mis ganas.

Hoy tan lejos y lleno de nostalgia, imagino su cara iluminada por la luna y anhelo tomarla entre mis manos, cobijarla en mis sueños, sentir su calor de verano, sus labios perfectos y la luna en nuestros cuerpos.

En las noches tristes de nostalgias me acerco hasta el estanque de esta ciudad fantasma, y busco en su dolorido espejo el recuerdo de su figura pero nada es igual. Su rostro de aborigen no aparece y hasta la luna se torna indefinida, triste. Nunca le dije que la amaba, pero sé que cuando se siente sola, al igual que yo, sus ojos la buscan deseando encontrarme... deseando encontrarnos.

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