Las epidemias siempre han sido un azote para la humanidad, para naciones y familias como la del Perito Moreno.
En 1867 le tocó ser testigo presencial del flagelo del cólera; cuatro años después de la fiebre amarilla. En 1897, veintiséis años más tardes, de la tifoidea.
Ahora que, por culpa del coronavirus y aislamiento forzoso al que estamos sometidos, aquellos días de su cuarentena vuelven a mi memoria con la imagen borrosa de la hidra de Lerna, ese monstruo que de tanto en tanto multiplica sus cabezas y dientes venenosos, sin que nadie haya cortado para siempre sus cabezas.
Su historia es la de una victoria frente a una doble derrota. Lo que sigue es el mapa de sus batallas.
Su recuerdo más antiguo, a los quince años, fue la muerte de madre, a consecuencia de la enfermedad del cólera, en época de la presidencia de Mitre. Enfermedad, que para unos se adquiría por el contacto con el enfermo o con sus vestidos, y pertenencias; y para otros, las condiciones atmosféricas y los vientos transmitían de un lugar a otro los “miasmas”, capaz de favorecer el desarrollo de la enfermedad.
Moreno adscribe a la primera, y en unas paginitas de sus Memorias dice: "mi madre Juana Máxima Thwaites, de condiciones sobresalientes falleció el 27 de diciembre durante la epidemia de cólera que azotó a Buenos Aires en 1867, víctima de su altruismo que la llevó a atender a un humilde peón atacado de ese mal, en la quinta Moreno, Parque de los Patricios; sin duda, a su ejemplo debo mi irresistible afecto a los infelices necesitados". En esa última frase, resumió una de las pruebas más difíciles de la existencia, la aflicción por la muerte de la madre.
Del mismo modo en otras páginas, ahí entremedio con pocos espavientos explica lo que fue el segundo flagelo, el de la fiebre amarilla de 1871.
Vale la pena reproducir lo que dice de esa cuarentena: "Como se trataba de evitar otra desgracia familiar, mi padre siguiendo los consejos de su amigo el presidente Sarmiento, decidió que nos refugiásemos en la localidad de Vitel, en la estancia de unos parientes, los Gándara. En ese verano recorrí las orillas de la extensa laguna y los arroyos vecinos. Desde Chascomús hasta las fuentes del arroyo Vitel, no dejé de examinar toscas y barrancas. Con un carrito de pértigo, manejado por mi hermano más chico Eduardo, y con algunos peones de la misma edad, que ganaban cinco pesos moneda corriente al día, caminaba leguas y leguas en busca de fósiles, con tan buen resultado que varias de las piezas recogidas entonces, hacen hoy buena figura entre las más importantes del Museo de La Plata. El hallazgo de un caparazón de gliptodonte, arrancado con cuchillos y cortaplumas, compensaba muchas fatigas y solazos. Vigilando al carrero y sus acompañantes, los que con frecuencia descomponían la carga para hacer rabiar al "fósil" como lo llamaban".
Una ventaja de la cuarentena es que pudo utilizarla para renovar sus exploraciones e incrementar sus “riquezas paleontológicas dignas de figurar en los museos más ricos del mundo”.
Años después tuvo otro motivo de padecimiento, que sí es tremendo y que fácilmente podría constituir el epílogo de su lucha con otra cabeza de la hidra que había resucitado, para con su barbarie apenarlo. Del drama vivido del que dice bien poco o nada, y lo entiendo, refiere sí su hijo Francisco Rufino (mi abuelo) y alguna información biográfica.
Atendiendo al testimonio de Francisco Rufino, todo comenzó con la mudanza al vecino país, con la ilusión de su madre María Ana Varela de Moreno de estar al lado de su padre mientras se definía la cuestión limítrofe sobre tierras patagónicas. Así lo imagina. Pero, ese viaje requería resistencia, el cruce de la cordillera de Los Andes se hace en buena parte a loma de mula, le advierte su concuñada, Julia Molina de Moreno, que la despide en la asoleada Mendoza. Insiste, en broma, si no pensaba que iba a ser torturador. Quizá, quizá pero sentía que era su deber. Le torturó en secreto la ausencia de higiene. Era normal.
Llegaron después de la pesada travesía a la casa asignada de la Calle Estado en Santiago, anexa a la oficina de límites. Al principio imperceptible y de repente fiebre al comienzo, dolor de cabeza, debilidad y cansancio, pérdida del apetito y de peso. Le diagnostican fiebre tifoidea.
No sabemos si el contagio fue durante la travesía o en el centro urbano. Se la traslada al Hotel Oddo para su tratamiento médico y cuidados. Comienza la cuarentena de María Ana, las semanas transcurren entre mejorías y recaídas en un ambiente hospitalario y generoso. Perseveró, noche a noche, sin dejar que el miedo la venciera.
Una de esas noches, luego de conversar con quienes la rodean, pide a una de las hermanas de caridad que la cuidaban una taza de leche. Después del último sorbo ella misma la colocó sobre el velador.
Este fue el último esfuerzo de su vida. Sus cuatro hijos siguieron a su padre hasta el lecho de su madre, fueron testigos de su bendición. Era un día martes 1 de junio de 1897, tenía 29 años. Para su hijo, su muerte repentina, "fue un mazazo para mi padre, quizá el más fuerte tras los muchos recibidos de la vida".